Isabel

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Por Osvaldo Quintana

(APe).- Las paredes del barrio aún los recuerdan. Fue un día como hoy o mañana, igual que ayer pero de hace más de 18 años. La fecha quedaría marcada en la memoria de dos familias: jueves 16 de Junio de 1994. En los noticieros se hablaba de reformas constitucionales, en las calles del mundial de fútbol. En el barrio La Floresta, dos amigos partían esa misma mañana sin saber que sería la última vez.

 

Isabel Basualdo tiene 61 pero lleva más de 18 años buscando a Martín. Su pequeña figura engaña a quienes no saben de su lucha. Ese rostro curtido por el paso del tiempo, denota sufrimiento. Sus ojos pequeños son fiel reflejo de la vitalidad y también del cansancio.

“Mi hijo hoy tendría 37 años. ¿Qué cómo se vería hoy? Eso me lo he preguntado muchas veces, pero no sé. A veces miro chicos en el centro. Los otros días vi uno muy parecido. Me adelanté para observar su cara, pero no era él. A uno le parece a veces. Mi hija piensa que puede estar vivo. ¡Tantos años! ¿Dónde va a estar? Dicen que por ahí lo tienen encerrado, que perdió la memoria. ¡Uno cree cualquier cosa a veces! De día no, porque ando, voy y vengo; pero de noche uno se pone a pensar: ¿habrá sufrido?, ¿habrá pasado frío? ¿Le habrán pegado mucho?”

Martín se apellidaba Basualdo, hijo de Isabel y Eduardo, tenía 19 años, era el tercero de seis hermanos y amaba el futbol. Héctor era Héctor Gómez, sumaba 22 años, lo apodaban Petete y tenía un hijo de apenas 15 días. Aquella mañana los dos amigos habían salido de su barrio rumbo a un lavadero ubicado en la esquina de Salta y Victoria, en busca de trabajo. Según testigos, antes habrían pasado por la sede del Instituto de Obra Social de la provincia de Entre Ríos (IOSPER) a retirar leche para el recién nacido. Es en la esquina del lavadero donde se pierden las pistas oficiales. La reconstrucción de los hechos efectuada por distintas fuentes asegurará, sin embargo, que los jóvenes habrían sido levantados por un patrullero, a pocas cuadras de allí.

Isabel Basualdo había avisado de todas las formas posibles lo que ocurriría: tres denuncias en la justicia por apremios ilegales contra su hijo (por ese entonces menor de edad) y una audiencia ante la Subsecretaria de Derechos Humanos de la provincia, la tristemente célebre Mónica Torres, deschavada años después por haber sido agente civil de inteligencia durante la última dictadura militar. Nadie la escuchó, jamás recibió ayuda alguna, tan sólo promesas huecas y palabras vanas. Por eso Isabel dice que nada espera de esta justicia. Y su afirmación no suena antojadiza. No la leyó en los libros: la descubrió a golpes, con esas llagas que no cierran, con las arrugas que esconden el dolor, el maltrato y la indiferencia.

Comenzó a darse cuenta cuando el juez Héctor Toloy, en vez de recibir su denuncia, al momento de las desapariciones, la mandó a hacerla en la Comisaría donde recaían todas las sospechas. Lo entendió cuando la policía puso un patrullero frente a su casa intentando amedrentarla. Terminó de confirmarlo cuando el mismo juez le sugirió con tono burlón que “seguramente la debían estar cuidando”.

“Comprendí que a uno lo tienen como delincuente solamente por ser pobre” define hoy Isabel. Dice también que “si no fuera por la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y tanta gente que nos ha acompañado en estos años, a mí también me hubieran hecho desaparecer”. Dice eso, lo repite para sí con convicción, uno la escucha y no puede evitar pensar en tantos nombres, en tantas historias truncas, en tantas desapariciones en “democracia” que el tiempo ha intentando ocultar: La familia Gil, Fernanda Aguirre, Amado Habid. Elías Gorosito y tantos otros. Pura casualidad en esta tierra generosa que vió nacer a genocidas como Camps, Viola, Tortolo y Von Wernich?

El expediente de la causa, caratulada siempre como “averiguación de paradero”, se cerró hace tres años por falta de pruebas. Jamás se cambió su calificación como “privación ilegal de la libertad” o “desaparición forzada de personas”. Dos pibes, asediados por la policía, salieron de su casa y no volvieron más, pero para la justicia entrerriana no existió desaparición alguna. Tampoco se siguió la pista policial. El juez Toloy jamás aceptó la separación de la fuerza en la investigación pese a que todos los caminos conducían a personal policial, más precisamente de la Comisaría Quinta, sitio célebre por su práctica sistemática de apremios ilegales.

Isabel cree que poco ha cambiado desde entonces. Dice que todo lo que pasó sigue pasando “El gatillo fácil, los apremios ilegales, todo continúa igual. La gente de los barrios, la que vive allí, es la que realmente sabe lo que sucede”. Luchadora desde siempre, tanto desde la Liga por los Derechos del Hombre, como en solitario, cada vez que a un pibe era detenido ilegalmente; Isabel se niega a olvidar lo que sucedió hace más de 18 años y todo aquel que la haya tratado sabe bien que no parará hasta conocer lo que verdaderamente sucedió con su hijo.

“La desaparición de Martín nos cambió de raíz. Hubo un antes y un después. Gaby, uno de mis hijos, agarró para el lado del alcohol. Cada vez que toma recuerda a su hermano y se pone a llorar. Yo sufro mucho por dentro, pero sigo luchando para saber algo de él y que mis otros hijos estén bien. A veces pienso que mi cruz es demasiado pesada por todo lo que me ha tocado vivir. Mi marido murió sin saber que pasó, mi mamá falleció hace tres años. Pero bueno, el dolor más grande fue mi hijo. Porque mi marido ya estaba enfermo, mi mamá era muy grande y no estaba bien, pero mi hijo no. Martín estaba sano”.

Si mañana alguien decretara que todos los habitantes tenemos la obligación cívica de taparnos los ojos, no por eso seríamos inocentes. Si de un día para otro todos nos volviéramos ciegos, no por eso dormiríamos más tranquilos. Isabel Basualdo ya no pide justicia, sólo busca saber de alguien que le diga dónde está su hijo “para el día de mañana llevarle una flor y rezarle una oración”. ¿Demasiado pedir para casi 30 años de democracia? ¿Demasiada realidad para tantos discursos sobre derechos humanos?

Un día como este, tan parecido a otros días pero de hace 18 años, la clase política instalaba en la región una nueva farsa constitucional que hablaba de la adquisición de nuevos derechos; mientras tanto, en ese mismo instante, el derecho a la vida se esfumaba con dos pibes doblando en una esquina.

Edición: 2384


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