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Por Oscar Taffetani
(APE).- Cuando la Revolución Francesa lanzó a los cuatro vientos su consigna "Libertad, Igualdad, Fraternidad", estaba enunciando un programa político que tal vez nunca termine de cumplirse.
Pasaron siglos hasta que un corpus de libertades, de derechos y garantías tuviera vigencia en Francia. Aún así, los sindicatos, los inmigrantes ilegales y los trabajadores “flexibilizados” deben salir periódicamente a las calles, a recordarle al poder que existen.
Cuando la Argentina salió de la noche de la Dictadura Militar, decir derechos humanos equivalía a decir aparición con vida de los compañeros y compañeras desaparecidos, restitución a sus familias de los menores apropiados, juicio y castigo a los responsables de torturas y asesinatos.
En años posteriores, nos dimos cuenta de que los peores efectos de la dictadura -la deuda externa, una dirigencia política y social diezmada, un aparato productivo desmantelado- no sólo no habían cesado, sino que se reproducían y ampliaban.
Así fuimos llegando, trabajosamente, a la certeza de que nuestros derechos humanos abarcan el derecho al pan en la mesa familiar, el derecho a la salud y la educación, el derecho a crecer sin amenazas ni terror.
Es en este momento preciso de la conciencia cuando nos golpea la desaparición del albañil jubilado Julio López, testigo del juicio a Etchecolatz.
La lucha por la aparición de Julio se asemeja a aquella de las Madres por recuperar a sus hijos secuestrados y por conseguir verdad y justicia.
Sin embargo, lo sabemos -y esta conciencia nos hace fuertes- López no es “el primer desaparecido de la democracia”, como fríamente se ha dicho.
López es un compañero, que prestó un valioso testimonio en el juicio a un genocida. Y por eso queremos que aparezca. Y queremos que se termine de juzgar y se castigue a todos los asesinos de la dictadura. Y a los que vinieron después. Y a los que podrían venir mañana.
Los derechos humanos no se completan nunca. Y el pueblo -mala costumbre que adquirió en 1789- cada día quiere más.
El pueblo quiere, como Azucena, recuperar a sus hijos. Y quiere, como Julio López, que se castigue al asesino. Y quiere, como Haroldo, viajar, soñar, escribir. Y quiere -como puso Cacho en un cuento- hacer nuevas preguntas a las estrellas.
El pueblo es insaciable.
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