Inhalar nafta y morir

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Por Silvana Melo

(APe).- Coronel Juan Solá se llama también Estación Morillo. Pero perdió el nombre entre las vías oxidadas cuando el tren ya no pasó más. En ese pueblo del chaco salteño los niños roban nafta de las motos estacionadas para inhalarla. Muchos se queman por accidente. Otros se vuelcan la botella de alcohol etílico sobre la cabeza y se incendian. La vida es fuego puro y nada en el pueblo donde tres de cada diez pibes son wichí y seis de cada diez chicos de entre 10 y 19 años inhalan combustibles y toman alcohol. En tiempos cuando se envenena el veneno para estirarlo, para ganar mercado, para instalar uno nuevo, la infancia wichí recoge los viejos métodos de sus pares en los conurbanos de las grandes ciudades: inhalar cualquier solvente e hidrocarburos y consumir alcohol etílico para quemarse por dentro. Y soportar en ese letargo, en esa alucinación que les destroza las vísceras, una vida que es un paredón delante de los pies. Una noche larguísima que se niega amanecer.

Se reúnen en las calles de tierra, bajo los árboles. No tienen más de 15 años. En las noches donde apenas un foco colgando de un cable en mitad del camino le pelea la luz a la luna. Llevan bidones de nafta y se juntan para inhalarla. No hablan de nada. Hasta que uno de ellos se incendia. Algunos mueren, como el que se quemó hace un mes. O se incineran todo el cuerpo como las dos chiquitas y el adolescente que apenas tienen energía para luchar por sus vidas en un hospital de Salta. Son cinco los que murieron en enero. Otros 16, de entre 14 y 18 años, esperan sobrevivir en hospitales.

Ellos sufren en su futuro pequeñísimo, invisible, el saqueo de 500 años. Y el de las últimas décadas, cuando sus montes desaparecieron junto con su cotidianidad, con los espíritus que les regulaban la vida y la muerte. Hoy, expulsados todos los dioses, la propiedad de la vida y de la muerte es del agronegocio. La juventud wichí tiene un índice de mortalidad espeluznante. Se va agotando como el agua, desapareciendo.

Crecen entre el agua podrida que comparten con el vecindario, el hospitalito donde no hay nada, la muerte que los encuentra siempre en el camino larguísimo que hay que hacer para salvarse, la bala del criollo, de la policía o de los que quieren echarlos para sembrar.

“Antes nos mataban con balas. Ahora nos quieren matar de hambre, de pobreza, nos meten las drogas en las comunidades para que desaparezcamos. De esa manera nos quieren exterminar”. La voz es la de Reinaldo Ferreira, representante de la comunidad “La Cortada”, a la vera de la ruta 81. La ruta sinónimo de modernidad que permitió que circule, tan cerca de la comunidad, el contrabando, el tráfico de drogas, la prostitución infantil. Un contacto brutal con el afuera que desde hace más de diez años les violentó la vida.

Coronel Juan Solá (Estación Morillo) se vuelca al este de Salta y es parte del departamento de Rivadavia. La pobreza, la muerte niña por desnutrición y falta de agua originaron en esta zona un recurso de amparo de la Defensoría del Niño de la Nación.

Desde hace cuatro años una ordenanza municipal prohíbe a los comercios y a las estaciones de servicio vender alcohol puro y combustible a los chicos. Las reglas suelen incumplirse por dinero o por crueldad. Algunos siguen vendiéndoles. Ellos caminan por ahí, cuando la noche ya es plena. Si no les llenan una botella de plástico de litro y medio, roban la nafta de las motos estacionadas. Les hacen un agujero y respiran por ahí. Dice el dirigente wichí que los niños a los 12 dejan la escuela. Quedan a la intemperie de la calle, con el futuro tan cortado al pie como sus montes. Y con cirrosis a los 17.

"Uno de mis abuelos me decía que nosotros vivíamos a la vera del río. Sembrábamos, recolectábamos frutos silvestres, vivíamos de la carne de nuestros animales y de las frutas. Nuestros niños no tenían ni caries en los dientes. Pero nos metieron en el mundo de los blancos y es como si nos hubieran contaminado. Nos metieron en el mundo pero para ser marginales. Y eso no puede ser así". Dice el dirigente wichí.

Hace días no más el cajoncito de Pamela Flores era velado al aire libre, techado por un nailon. Sostenido en dos sillas. Acusan del asesinato a otro joven de 17. Después de un infierno de alcohol y combustible.

En 2018 José Campos, de 19 años, no soportó más la angustia por la muerte de su madre. En su casilla de la comunidad sacó el alcohol de su bolsillo, se roció y se prendió fuego. Su padre y su hermanito estaban ahí. Creyeron que sacaba el alcohol para tomarlo. Se estuvo quemando por dentro mucho tiempo antes de su incendio. Murió cinco días después en un hospital de Salta.

En el mismo año una pareja de 16 años se quemó cuando uno de los dos intentó prender un cigarrillo.

Un par de años antes en El Chañar un adolescente ardió cuando consumía alcohol etílico. Por accidente se incendió su casa.

Esmeralda tenía 14 años y en octubre de 2019 apareció asesinada en un camino polvoriento de Misión la Cortada. Allí de donde años atrás desapareció sin dejar rastro María Lisandra Albornoz, de 12 años. Esmeralda también fue víctima de las noches de infancia y adolescencia estragada por el consumo. Paco, alcohol puro, pegamento.

Desde la triple frontera los mercaderes y traficantes logran penetrar en los niños originarios por las fisuras del desaliento. Quebranto que comparten con la adolescencia criolla, tan perdida y olvidada como la wichí salteña. El paco y las sustancias rebajadas de pésima calidad les atraviesan el cuerpo y el alma. Los destruyen.

Pasan a ser cuerpos, no más. Quemados, sometidos, golpeados, descartados. Prescindidos. Antes y después de la muerte.


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