Niñez en las guerras

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Por Claudia Rafael

“De las barbaridades que el bicho humano es capaz de cometer…
en la guerra entre el Bien y el Mal,
siempre es el pueblo el que pone los muertos”

Eduardo Galeano.

(APe).- Crecen entre el humo y los estruendos. Miran atónitos el mundo a su alrededor. Lloran sin lágrimas o a los gritos. Mueren antes de tiempo como se muere cuando otros, lejanos o cercanos, aprietan un botón, disparan un arma o lanzan bombas desde un dron o desde un tanque de guerra.

De 1990 a 2018, creció en un 75 por ciento la cantidad de niñas y niños que viven en territorios cercados por guerras. Uno de cada seis del total de la infancia del planeta. Hay –según Save the Children- más de 300 millones de niños en esos contextos en países como Siria, Somalía y Afganistán, entre otros.

Ya hay niños muertos en Ucrania en menos de una semana. Infancias rotas que huelen el miedo entre los mendrugos de pan que van quedando. Niñeces estragadas que desayunan y cenan ausencia. Que de repente descubren vacío el banco de al lado en el aula. O no saben qué ocurrirá con sus vidas el día siguiente o el otro o quizás el de la semana después.

Un manojo de meses atrás, Hasan Noor, director regional de Asia de Save the Children decía que, en Afganistán, “lo que queda después de 20 años es una generación de menores cuyas vidas enteras han sido arruinadas por la miseria y el impacto de la guerra. La magnitud del sufrimiento humano de las últimas dos décadas está más allá de la comprensión”. El número real de víctimas infantiles directas fue contabilizada en 32.945, daño colateral de los Estados Unidos en Afganistán. Una invasión que, según el proyecto “Costos de Guerra”, en un informe de septiembre pasado, “segó la vida de más de 241 000 personas, entre ellas al menos 72 000 civiles. El mismo estudio informa que los contribuyentes estadounidenses gastaron 2,26 billones de dólares en esta guerra”.

Según el país en que se nace toca una guerra distinta. Según del lado del mostrador en que se nace se escribe una crónica vital diferente.

En el este de Ucrania, mucho antes del conflicto actual, 220.000 niños ya vivían –según un informe de Unicef de 2017- “bajo la permanente amenaza de las minas antipersona y de los dispositivos explosivos abandonados, con los que muchas veces los niños tropiezan o simplemente recogen como si se tratase de un juguete”.

En las dos décadas que siguieron a la invasión de Estados Unidos a Irak y la guerra del Golfo, murieron 560.000 niñas y niños iraquíes por las sanciones impuestas por Naciones Unidas.

Cada día las niñeces son estalladas como una granada en los territorios del olvido. Son las muertes pequeñas. Diminutas. Las muertes que crecen como hongos tras un día lluvioso pero que no se nombran. Que no indignan con el suficiente énfasis como para el grito ensordecedor. Las niñas y los niños pueblan las tiendas de dolor y desolación. Son siempre y repetidamente las mismas muertes. Las muertes de los pueblos, que son los que aportan la sangre por goteo o por catarata.

La infancia ucraniana crecerá con miedo a perder. Con miedo a la mutilación. Con miedo a la soledad. ¿Nos preguntamos con qué miedos crecen las niñeces afganas, iraquíes, sirias? Hace unos cuantos meses, en uno de tantos ataques israelíes a Gaza dejaron en apenas un par de días 63 niñas y niños muertos. ¿Duele? ¿Duele hondo? ¿Perturba al menos?

“Ay! Cuándo volverán, la flor a la rama y el olor al pan… Lágrimas, lágrimas, lágrimas”, cantaba María Elena Walsh en Postal de guerra.

Durante décadas enteras el poder imperial tuvo a Estados Unidos y sus adláteres invadiendo, asolando y vaciando territorios y gentes como amos de la vida y de la muerte en las que acuñó la vieja frase acerca de los daños colaterales. “Tenemos los mejores pilotos del mundo, el mejor armamento, las misiones mejor planificadas y las fuerzas mejor entrenadas, pero es imposible evitar los daños colaterales”, dijo Bill Clinton tras el bombardero estadounidense junto a la OTAN sobre Belgrado que, no precisamente por azar, terminó con civiles chinos muertos en la embajada de su país. Buscaban forzar la rendición de Milosevic en Serbia.

La historia entera ha estado plagada de daños colaterales: ¿acaso no lo argumentó de ese modo el también demócrata Harry Truman al lanzar la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki? ¿O los republicanos como Bush (padre e hijo) o Reagan?

La memoria suele quedar baldía de recuerdos con extrema facilidad. Guernica, Vietnam, la Shoah, Hiroshima, Nagasaki, Afganistán, Irak, Irán –por fuera de las jugadas ajedrecísticas en partidas imperiales o ideológicas- han herido de muerte a la condición humana y ya no se ven sus cicatrices. Mañana quedará también baldía de los muertos en Ucrania en medio de un contexto de pugnas imperiales.

Como canta la colombiana Marta Gómez “para abrigarte, una ruana y una vela pa' esperar, un trompo para la infancia y una cuerda pa' saltar. Para la guerra, nada”.

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Edición: 4074


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