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La extensión territorial de la calle
A la plaza nunca se iba solo. En la plaza nunca te quedabas solo. En la plaza el tiempo se detenía y la eternidad tenía olor a pasto. En la plaza se jugaba, se competía, se hacían desafíos.
Por Alfredo Grande
(APe).- Escribir es elaborar un poco. Si bien es cierto que entre el autor y la obra no hay un reflejo absoluto, y que toda creación supone un distanciamiento, una página escrita habla tanto de lo escrito como también habla de quien lo escribe. Dicho de otra manera: no elegimos áreas de interés por cuestiones meramente racionales. La forma suele ser racional, especialmente en el periodismo testimonial. Pero las formas, lo que se acentúa y lo que se soslaya, dan cuenta de nuestra propia subjetividad.
Como señalara Freud: “el Yo no es dueño en su propia casa”. El Yo habla, y el Yo escribe. Pero también el Yo es hablado, y también el yo es escrito. ¿Quién escribió lo que esto escribe? Yo. Lo dice el texto: “por Alfredo Grande”. Pero todos hemos sido escritos en nuestra historia infantil.
Las infancias son análogas a una imprenta altamente sofisticada. Cada experiencia, cada momento, cada tristeza, cada alegría, son las letras con las cuales se construirán cuentos, relatos, historias, la novela de nuestra vida. Yo tuve una infancia regalada en la plaza Irlanda. Regalada no en el sentido de facilitada. No fue una infancia fácil. En realidad, nunca tuve nada demasiado fácil. Regalada en el sentido que la plaza Irlanda siempre estuvo ahí. A tres cuadras de la casa familiar. Y como una extensión territorial de la calle.
Fueron las tres esperanzas, como diría Enrique Santos Discépolo, que tuve en mi vida. La casa familiar, la calle y la plaza Irlanda. Y la esperanza más amistosa, más tierna, más alegre. A la plaza nunca se iba solo. En la plaza nunca te quedabas solo. En la plaza el tiempo se detenía y la eternidad tenía olor a pasto. En la plaza se jugaba, se competía, se hacían desafíos, se pretendía engañar al conductor de la calesita con boletos falsificados, se hacían amigos y se deshacían enemigos. Cuando volvía a la casa familiar, la plaza venía conmigo. Cuando estaba en la calle, planeando excursiones de fin de semana a la plaza, la felicidad se medía en 300 metros.
Los griegos hablaban de un mundo a la medida del hombre. Yo creo que la plaza era a la medida de un niño. Lo que se mostraba era la alegría, el compañerismo, la sana y no tan sana competencia, las destrezas y las torpezas. En la plaza Irlanda todo eso podía mostrarse.
Cuando Carlos del Frade nos dice que “La historia del narco en Tijuana, el primero en mostrar los cuerpos asesinados para amedrentar en 2008. En Rosario, el método de matar y mostrar empieza a tomar una especial dimensión”, está escribiendo sobre otro tipo de plaza. Mostrar la muerte, el sufrimiento, el dolor, es el pasaje de la plaza Irlanda a los campos de exterminio. Que ahora también se muestran.
La plaza Irlanda también se sigue mostrando. Enrejada, a veces cerrada, con eternas reformas que nunca terminan, horarios de entrada y horarios de salida.
He regresado algunas veces a la plaza Irlanda. A veces los recuerdos hacen mal. Pero en la actualidad de la cultura represora, me hace mucho mal saber que cientos de miles de niños y niñas nunca tendrán su propia plaza Irlanda. Y entonces tendrán una infancia robada, y serán escritos desde profundos dolores e insondables tristezas. Y en los peores momentos, hasta llego a sentirme culpable por mi infancia regalada en la plaza Irlanda.
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