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Por Oscar Taffetani
(APE).- Santa Teresita y Ceferino Namuncurá; Byron y Keats, Chéjov y Leopardi; las dos hermanas Brontë; Edgar Allan Poe, Paul Éluard y Miguel Hernández; Paul Gauguin y Amedeo Modigliani; y por supuesto la Mimí de Puccini, la Violetta de Verdi, la Margarita de Alejandro Dumas; y hasta aquella que murió en París, como sigue cantando Corsini. Todos -todas- tienen algo en común: murieron de tuberculosis.
En el siglo XIX, decir tuberculosis era decir muerte; muerte digna, pero muerte al fin; un azote de Dios que castigaba por igual a ricos y pobres, famosos o ignotos, bohemios o bucrócratas.
Eso fue hasta el 24 de marzo de 1882, cuando Robert Koch, un médico alemán, presentó al mundo, desde la Dorotheenstrasse de Berlín, al denominado Mycobacterium, luego conocido como bacilo de la tuberculosis.
Otro avance importante en la prevención y cura de la enfermedad fue el descubrimiento de la bacteria en animales bovinos y el perfeccionamiento de un proceso conocido como pasteurización de la leche.
Pero el golpe decisivo al Mycobacterium fue dado en 1928, al aparecer de la mano de Alexander Fleming el antibiótico llamado penicilina.
En años siguientes se desarrolló una prueba cutánea de detección de la enfermedad (la reacción de Mantoux) y también una vacuna eficaz: la BCG (Bacilo Calmette-Guérin).
En cuanto a medicamentos que combaten el Mycobacterium, en primera línea están la isoniacida, la rifampicina, el etambutol y la estreptomicina, pero también hay una gama para casos de tuberculosis resistente: cicloserina, etionamida, ciprofloxacino...
Las enfermedades políticas
Si fuera por los avances científicos, ya a mediados del siglo XX la tuberculosis tendría que haber desaparecido de la faz de la tierra.
Pero no: ni aquel “nuevo orden mundial” emergido de las ruinas de Bremen, Hiroshima y Nagasaki, ni los otros llegados después, fueron capaces de erradicar la pobreza y el hambre; ni fueron capaces de dar agua potable, ni pan, ni techo a todos los seres humanos.
Por eso sigue ahí el Mycobacterium, hoy convertido en un complejo de agentes infecciosos que atacan, invariablemente, a los más pobres y desvalidos de la tierra (los condenados del nuevo orden mundial, si aceptamos la metáfora).
Según estudios publicados por la Organización Mundial de la Salud, 1,6 millones de personas fallecieron en 2005 a causa de la tuberculosis. Sólo en la Argentina contraen esta enfermedad del pobre, dicen los registros, 12 mil personas por año.
Los índices mundiales van decreciendo, lo que da alguna esperanza a las organizaciones médicas y las instituciones de salud. Pero lo cierto -y lo que indigna- es que el Mycobacterium va reduciendo su blanco, va haciéndose más preciso: ahora ataca a los desnutridos, a los que tienen HIV, a esos organismos débiles y sin defensas, a esos chicos que ni siquiera han merecido la BCG.
El lema de este año, en el Día Internacional de la lucha contra la Tuberculosis, fue “De la acción local a la eliminación global”. Suena bien.
Pero sonaría mejor si dijera “de la acción local a la eliminación global del hambre”; “de la acción local a la eliminación global de la miseria”; “de la acción local a la eliminación global del desempleo”...
Porque si no, el Mycobacterium seguirá allí, amenazante.
Seguirá burlándose de nosotros, esperando que la humanidad desarrolle algún día, alguna vez, la vacuna contra la injusticia.
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