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Por Claudia Rafael
(APe).- El ruido ensordecedor de las 4x4 que rugen sobre la 9 de Julio la hicieron llorar. Melanie no se acostumbra. Allá en La Primavera “sólo escuchábamos a las vacas y a los monos. Pero no conocíamos el ruido de las camionetas”, cuenta su papá, Yael Roberto López. Hay noches enteras en que no se duerme en el campamento Qom en esa avenida que atemoriza, que funciona como una pista por la que, como furias imparables, pasan los autos y camionetas que los atraviesan casi sin verlos.
Yael tiene 29 años. Melanie, sentadita sobre sus piernas con un par de globos entre las manos, tiene dos. Un poco más allá está Celeste, con sus seis meses y un mundo que no la ve, que no sabe de ella, que decidió hace tiempo que la primavera es sólo una estación del año y no mucho más.
Están ahí hace tres meses. Son 40 entre los que corretean cinco niños que -dice Yael a APe- “ya conocen cómo sabe el dulce de leche, el arroz o la galletita”. Es que a él no le cuesta demasiado subirse al túnel del tiempo que en segundos apenas lo conducirá a su propia infancia. “Mi papá era mariscador. El mataba ñandúes para darnos de comer. Yo no tuve juguetes. Y me daba vergüenza, a veces. Nosotros tampoco sabíamos lo que era el pan, las galletitas, el sabor de los guisos. El no tenía con qué comprarnos cosas. Y hasta los 63 fue al campo a buscar ñandúes. Mi hermana Hortensia y yo crecimos como pudimos. Es que éramos muy pobres. Mis hijos ya saben lo que es el dulce de leche”, narra con una sonrisa que se abre generosa con un par de pocitos a los costados de las comisuras.
Yael era el hijo de Roberto López, que a los 65 años, cayó desangrado por las balas policiales cuando sobre la ruta 86, de Formosa, reclamaban la restitución de 5.000 hectáreas usurpadas. La mayor parte, utilizada en sembradíos de soja.
Cerca de Yael camina lentamente Erma Peteni, que tiene 49 y era la mujer de Roberto. Aquel 23 de noviembre de 2010 en que entre plomo y fuego le arrebataron la vida de su hombre ella estaba también sobre el asfalto.
Hablan poco español. Su idioma es otro. Como sus rasgos y su historia ancestral sobre tierra formoseña. “En La Primavera no somos muy inteligentes, pocos pueden ir a la escuela”, dice Yael cuando habla de una institución que históricamente los recibió en una lengua que les era ajena. El mismo recuerda que “las primeras veces, en que iba porque mi papá me mandaba, yo volvía y le decía `no quiero ir más. No sé lo que hablan allí`”. Casi ninguno supera tercer grado. Se van sumando como piezas indispensables al trabajo artesanal de sus madres.
Entre los montes y los ríos
Benjamina Pérez tiene 38 y el rostro ajado. Sus ojos cada tanto se revelan ausentes. Ríe cuando su pequeño Sergio, de un año, busca ávido su teta de leche feraz. Junto a ella, Daniel Cabrera habla de las casitas precarias, con paredes de palma y techos de cartón. Benjamina, con la flor de la palma, fabrica escobas que lleva a los pueblos de los alrededores para vender a dos pesos o, a lo sumo, dos con cincuenta.
“En general, las mujeres fabrican escobas y las ayudan los hijos. Los hombres hacen canastos con flores de palma que entrelazan con totora y se las dan a las mujeres para vender”, relata Daniel.
Cuando se remontan a sus días de infancia, hablan de otra historia. “Accedíamos a los montes, a los ríos, podíamos vivir de la tierra y éramos un poco más felices. Ahora es todo tan distinto. Nos fueron quitando las tierras y no podemos dejar de pensar en esa tarde tan dolorosa para nosotros en la que no podíamos pensar lo que iba a suceder. Después de la represión hubo mucho miedo. Nos perseguían y nos siguen persiguiendo. No hay libertad. Por eso hemos llegado acá. Porque nos cansamos de reclamar en Formosa sin que nos escuchen”, cuenta.
Más allá, Miguel Quisinaquai habla de los avestruces y los quirquinchos, de la tierra bondadosa y de otra vida tan ajena a ésta que transitan y que les hizo conocer Buenos Aires de prepo, sin preguntarles si querían. “En aquel otro tiempo de nuestra niñez no había sueldos, ni pensiones, ni empleos. Pero podíamos vivir de la tierra. Podíamos dar de comer a nuestros hijos”.
Angustias
La mirada de Benjamina se humedece. Ella llegó a la capital con dos de sus niños, el de un año y la de 13. El resto quedó en La Primavera y allá también está su marido, que quedó postrado desde la represión del 23 de noviembre. Ya no puede salir a mariscar. “Una de mis hijas me mandó mensaje ayer. Dice que se les acaba la mercadería. Que ya no pueden seguir sacando fiado. Y yo me pongo muy triste porque los pienso”. Ella con sus 38 ya es madre veterana. Al primero de todos lo tuvo a los 14. “Si yo pudiera mandarles 200 pesos para que puedan comer. Pero ¿cómo se hace?”, dice con una lágrima que busca temerosa lanzarse como río por sus mejillas.
El campamento llegó a las puertas de la gran ciudad el 9 de diciembre. Cuando el año del bicentenario y los festejos de fuegos artificiales iban tocando fin. “No queremos más muertes. La tierra es nuestra”, se lee en una bandera.
“Desde que llegamos hay muchos días en que no se puede dormir por el ruido de los autos”, cuenta Benjamina. Erma es mucho más reservada. No dice mucho. Tampoco sonríe. Se la ve cansada. Pero no de la vida dura en el campamento. Cansada de la vida y de repente, mira a los ojos de la cronista y pregunta: “¿hay justicia?”. Quién mejor que ella para tener claridad sobre la respuesta. Se levanta para que una médica que llega a ofrecer ayuda le revise la boca. Un herpes que la acompaña desde hace años a veces le provoca fiebres que juzgan inexplicables. Su hijo Yael dice: “es que mi mamá no se acostumbra a la comida buena. Nosotros siempre comemos fideos en un caldo, sin nada. Y cualquier otra cosa le genera eso”. Erma le cuenta a la doctora de ese dolor en el pecho y la falta de aire que tanto desnudan la angustia anudada al alma.
El suele andar por las rutas y los poblados formoseños ofreciendo sus CDs de “música cristiana”. “Si vendo un CD a 20 pesos, le puedo comprar comida a mis hijos”. Recuerda todo el tiempo cuando su mamá iba con las otras mujeres del poblado “al estero grande a lavar la ropa. Y mi papá siempre mariscaba. El día antes, yo lo acompañé a cobrar la pensión de 150 pesos. Me dio 50 y me dijo `guardá para mi nieto`. Yo le pregunté: `¿vas al corte?` y él me prometió que no iba a ir hasta que yo volviera, que me iba a vender mi música. Al mediodía de ese día 23 me dijeron que estaba preso. Yo volví y gritaba `papá, papá` pero él no me contestaba. Después lo volví a ver pero estaba en la morgue”.
Ese hombre que a los 65 vio segada su vida por el plomo de la policía formoseña, lo obligaba a Yael a ir a la escuela cuando era un niño. “Yo no tenía zapatos para ir. No me los podía comprar. Comíamos sólo de lo él que cazaba. Y no entendía castellano pero él me obligaba a ir porque decía que era importante aprender a firmar y a leer algunas cosas. Pero yo sentía como que me hablaran en inglés”.
Invisibles
Hoy claman por la devolución de 5000 hectáreas que el gobierno nacional les entregó en la década del 40 como reserva. Llegaron desde una tierra en donde no conocen el agua potable, donde la mayoría no tiene documentos, donde no hay alimentos. “Hay que sacar agua del pozo pero es salada. Y nuestros niños se enferman, están desnutridos, se descomponen. Y por eso, cuando llueve, juntamos agua en los bidones y en los tanques. Hay gente que tiene aljibe y nos convidan pero a mí me dar vergüenza ir a pedir agua. Entonces la cuidamos mucho. se usa apenas”, cuenta Yael.
Son invisibles para el poder. Son invisibles para una sociedad que naturaliza sus historias. Son el otro que no se quiere ver. Son las víctimas de un etnocidio que nació como proceso disciplinador y de expropiación. Son quienes día a día provocan con su sola presencia desde sus carpas bajo la mirada del Quijote, otro provocador terco que buscaba vencer molinos que se alzaban ante él como monstruos feroces.
Son el cuerpo resistente, que asoma débil y mil veces vulnerado, a ese otrocidio gestado más de 500 años atrás cuando el capitalismo descubrió esta América india que vivía a contramano del sistema. Con las huellas de sus pasos en el medio del monte y entre los ríos de su tierra, buscan algo tan simple como el derecho a vivir que el sistema desoye por pura avaricia e instinto de preservación. En el punto medio exacto de esta comarca que limita con la sangre y la abundancia.
Son la sobrevida tenaz al olvido. Del que habla el kolla Gabino Zambrano, desde el mismo campamento, cuando recuerda la convención constituyente del 94: “Yo como dirigente indígena estuve ahí. Y los vi llorar a los convencionales cuando se aprobaba la preexistencia de los pueblos originarios. Qué pasó con ellos. Fueron después diputados, senadores, ministros, presidentes. Dónde están”. Y que hace ya 17 años votaron “garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos”.
Gabino, el que llegó desde un pueblo a tres días de caballo de Orán cuando tenía 18, dice que “éste es un camino lindo porque es difícil. Nuestra lucha es un poema. Es bella” y, a contramano de la historia, asegura que “las cosas van a cambiar. Es el mandato de la naturaleza. Como que hay una noche y un día. Como que mañana saldrá el sol. Así el mundo indígena pisoteado va a amanecer”.
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