Historias de niños y monstruos

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Por Silvana Melo

(APe).- Florencia Fernández había nacido el 31 de agosto. En brazos de su madre Lucía subió al tren en la estación de Once esa mañana. El bamboleo y el apuro la hicieron dormir. Si por milagro conseguían sentarse, se despertaría con hambre. Lucía le rezaba a San Expedito cada día. Le pedía por esa vida tan impiadosa a veces. Florencia no pudo cumplir cinco meses y medio.

 

Juan Daniel Cruz tenía quince años y era casi boliviano. Había nacido en esta tierra que fue promisoria cuando sus padres hicieron el bolsito y se vinieron a tratar de vivir. Pero que siempre le hizo sentir el origen.
Karina Altamirano hacía la lista de biromes y cuadernos para empezar el secundario. Tenía 14 y acompañó a su mamá al trabajo. El 22 de febrero fue su último tren.
Axel Nahuel Martínez murió junto a su mamá y a su abuela. Las acompañaba día tras día a trabajar. Ellas vinieron del Paraguay. El tenía dos años y se mudaba de brazo en brazo cuando tanta gente se agolpaba para ir quién sabe dónde y él no entendía tanto apuro. Para qué. Ese día su mamá lo apretó muy, muy fuerte contra su pecho. Y él se fue volando por la ventanilla rota, detrás de una mariposa confundida.

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Estaban en la estación de Puente Saavedra. Estefanía, de 4, sentada en un banco en el andén, se sostenía fuerte con los brazos y balanceaba las piernas de atrás para adelante fuerte, más fuerte, más fuerte. Francisco, de 6, pedía monedas al vértigo del mediodía. Difícil detener a alguien cuando se corre desesperadamente para alcanzar algo que siempre se escapa.
Se habían perdido quince días atrás cuando su madre los olvidó en una esquina de su delirio. Y a su padre un cerco judicial lo mantenía lejos. La ternura para ellos es un ramito de fresias colgado de un rascacielos. Nadie les revuelve el pelo por las mañanas ni los hamaca en brazos a loca risa cuando vuelven de la escuela.
Apenas hablaban cuando los encontraron. Pedían en la estación para una pareja de cartoneros que los inició en la mendicidad esclava. Cada mundo que conocieron tenía su monstruo. La violencia, el desamor, el desamparo crecieron en sus cuerpos junto con los huesos y los dedos de los pies.
Ahora siguen solos, quién sabe dónde. Detrás de la única esperanza posible: que nadie los separe.

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A Gustavo Maldonado lo quemó un rayo que brotó de la tierra. Reparaba un caño roto en la Villa 31. Era muy joven. Un vecino lo cargó en el carrito de la moto para que su cuerpo calcinado esperara a la ambulancia fuera de la Villa. Donde no entra nadie. 45 minutos después, ya era tarde. Al Sapito Ruiz también lo habían arrastrado hasta la comisaría para que alguien lo atendiera. Pero nadie. Tampoco entran en la villa los micros escolares. No hay matrícula en las escuelas cercanas y hay que ir caminando, solito, tanta cuadra, cruzando tanta avenida, con tanta dentadura voraz al acecho, con tanto monstruo. No hay colectivos para los chicos de la 31. La idea es que no salgan de la 31. Ni los chicos ni los enfermos ni los electrocutados ni los muertos.
Esta cárcel no admite conmutación de penas ni salidas transitorias.

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“Mis hijos antes iban y venían a mi nueva casa, en burro”, dijo la madre. Pero un día no vinieron más. Ella se acostumbró a no reclamarlos. Nico, Juan, Mario, Ana y Carlitos tienen 5, 6, 8, 10 y 12 años. Se quedaron en el rancho, cuidados apenas por su hermana mayor. Iban a veces a la escuela, con un morral de desdichas a cuestas. Hacía cuatro años que vivían solitos y uno de ellos se lo confesó a la maestra, cuando no pudo explicar tanta hambre y tanto desaliño. Tanto desamparo. La jueza de Añatuya creó que eran huérfanos. Pero sus padres se habían mudado tres kilómetros monte adentro.
El Estado se los dejó de vuelta en ese claro del monte. En ese oscuro de la historia. Y se desentendió.
Desnutridos de amor, no faltará otro burro en que los monte su madre para que se alejen. Y se tendrán sólo ellos mismos. Una tranquerita irrompible ante los duendes malditos del monte santiagueño.

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Enero suele irse con siestas abrasadoras en Santiago del Estero. A las dos y media de la tarde un par de policías con orden judicial golpearon la puerta de la casita en San Cayetano. Hasta que aparecieron de la mano. El de 7 y ella de un año. El con los ojos perdidos, sin comprender qué. Ni cómo. Ni por qué es que le tocó empezar la vida en este territorio desolado. Ella con hambre y sin pañal, con las miserias del mundo sobre su piel, cachorritos los dos en abandono.
Sus padres no estaban ni están. El Estado les dio café con leche, ositos de goma eva y pan con manteca. Después los devolverá a la nada. Es decir, a sus padres. O los dará en adopción para que no se vean nunca más. Los arrancarán como un brazo del cuerpo, de un tirón. Y cada uno, mutilado, intentará construir una vida a la que siempre le faltará un retazo. Un jirón.

 

Edición: 2186


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