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Por Mariano González
(APe).- Es un tiempo lejano, un siglo oscuro pariendo con dolor. Es viento norte el que sopla en los relojes aunque las agujas aún no se adueñaron del tiempo. Todavía las ciudades no devoran al hombre. Son muchos calendarios atrás: el sacerdote Valverde le impone su Biblia a Atahualpa para indicarle la palabra de dios. El último Inca lo contempla con el silencio de una civilización que no precisa dominar los vacíos y mirando a la montaña que demoraba la puesta del sol, Pacha Kamaq le susurraba algo a través del trueno. Tras eso, rompió la quietud de sus labios para explicar a Valverde que nada le oía decir a ese pequeño libro. A él, conciente del caos terrenal que Viracocha equilibraba, nada podía decirle el vocablo de cuatro letras que imponía una moral y un orden de hierro caliente bajo el silencio de unas páginas garabateadas.
Esa extraña muestra de sabiduría fue la excusa del conquistador Pizarro para encerrar a Atahualpa y a todos sus dioses en la larga noche del saqueo y las cadenas. La sabiduría por fuera de los límites instituidos siempre atemorizó a los dueños del saber. Romper la dominación es, también, poner en tela de juicio las verdades constituidas y los saberes impuestos. Es construir nuevas verdades, nuevas identidades. Correr los márgenes de lo posible. La razón eclesiástica barrió con los misterios del monte y la noche, poniendo bajo su zapato al caos natural. La ciudad alejó al hombre de ese caos al que ya no le teme y en su lugar colocó la furia del hombre, como afirma Rodolfo Kusch en su “América profunda”. Así, el orden natural fue representado por una elite colonial devenida luego en clase hegemónica.
¿Qué formas profanas adquiere hoy ese dios que se impone bajo las mismas prácticas de entonces? ¿Qué silencios intenta disimular hoy el dios del progreso que arrasa la vida y el monte a quienes encuentran el desarrollo espiritual y material en la convivencia armónica con su entorno?
A partir del año 2011 se denomina al 12 de octubre como “el día del respeto a la diversidad cultural”. Los dueños del bronce hurgaron profundo en las cicatrices todavía frescas de la colonización y perfumaron los grilletes, depositando al genocidio colonizador en un pasado lejano. Tras la victoria de los cambios simbólicos, el poder niega la posibilidad de cambios materiales. Incluso en los cambios discursivos, subyace un lado oscuro: los discursos centrados en la tolerancia de la diversidad étnica y cultural llevan en sus entrañas la idea de “distancia saludable”, donde ese respeto se traduce en una no-articulación. Implica un desarrollo sólo dentro de los márgenes de lo permitido por el poder, siempre más cercano a la folclorización de lo Otro. Más aún, los discursos de mera tolerancia nos obstruyen de ver el antagonismo fundante. Esto es, la tensión irresoluble entre aquellos que explotan, saquean y cosechan muerte y entre los explotados que resisten sembrado vida y esperanza. Tras los discursos de convivencia armoniosa de la interculturalidad, el poder oculta la relación real de hegemonía y subalternidad. Se cierran así las puertas a la idea de pensarnos por fuera del sistema actual. Ofreciendo así en la ficción del “único sistema posible” nuevos espejos de colores.
Es decir, se nos presenta como la única válvula de escape a las tensiones que engendra el sistema, el mero respeto-distancia cultural. Queda reducida a nada, la tensión nunca resuelta entre la barbarie del productivismo, las prácticas extractivas predatorias y la función social de los territorios. Se sepultan las alternativas. Los territorios devastados languidecen en la sonrisa de los rostros publicitarios del consumo. Así el discurso aggiornado se convierte en un arma que mata mientras simula tolerancia. Desdibujar los límites de lo posible y lo imposible dentro del imaginario social es parte de la resistencia.
Varios siglos después, la misma sabiduría de Atahualpa sigue desatando la furia de los de arriba, de los que llenan a su antojo los silencios de su dios. De los que siguen hoy persiguiendo, judicializando y matando a quienes desafían los mensajes vacíos del dios-progreso. Están ahí, compartiendo dolores y alegrías, con el pecho erguido contra el peso de la muerte legislada, poniendo el cuerpo al avance del capital. Ahí están los miles y miles de procesados y perseguidos por ganar las calles en defensa de sus derechos. Así se paga en el barro la herejía ante el inexpugnable avance del progreso. Así pagan todos aquellos que encuentran por los senderos más recónditos del monte y el cemento la larga huella de Tupak Katari, la cabeza de Atahualpa o la dualidad de Viracocha.
El tiempo corrió caudaloso desde la muerte de Atahualpa. La era ya estrenó un nuevo milenio. Pero las lenguas siguen siendo amputadas, los pechos de las mujeres cortados bajo la más atroz de las indiferencias y la vida de los niños siguen siendo ese hueco vació en improvisadas hamacas que llevan los recuerdos de un llanto nocturno. Así la muerte de miles de niños se vuelve un error necesario, una negligencia cultural, “casos”, “problemas”. Nunca niños.
Las prácticas colonialistas siempre han necesitado un justificativo para sus horrores. Jean Paul Sartre en su prólogo al libro de Frantz Fanon “Los condenados de la tierra”, des-oculta uno de los mecanismos mediante el cual el poder deshumaniza a aquellos que oprime para justificar así sus crímenes. Reducir al Otro a la condición de mera bestia, de infrahumano para así limpiar la sangre derramada. Antes la carencia de almas, el exceso de cuerpos; hoy, la estigmatización: vagos, alcohólicos, sucios, ladrones, terroristas. Escollos. Otros, siempre otros.
Y es que un 12 de octubre de hace 523 años comenzó la colonización y aún no ha detenido su marcha. Pero tampoco se ha detenido jamás la resistencia. Porque el poder puede hasta donde las resistencias lo permiten, hasta que llegue el momento de torcerle el brazo al silencio hecho discurso.
Caminan los hijos del sol y la tierra la huella de los antiguos líderes, defendiendo la vida y el territorio. Esquivando las cadenas colonas que acechan en cada esquina. Los territorios siguen siendo esos lugares donde la lucha, la resistencia y la libertad son reinas en patas y sin corona. Siguen siendo el lugar donde la rabia se organiza y crece, como la cabeza de Atahualpa, en silencio e invisible a los ojos del amo.
Continúa el indio, que es uno y es todos, que es hombre y mujer, su huella circular, encendiendo fuegos en la noche del progreso. Es ahora el único invitado a la fiesta de aromas y sombras que el ocaso lejano y el viejo algarrobo le regalan. A esa hora en la que las aves le silban sus penas a las siestas calurosas. Del otro lado del mundo, el paisaje del progreso sigue siendo desoladoramente gris. Incapaz de decir algo a los hijos de esta tierra.
Edición: 3023
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