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Por Alfredo Grande
(APe).- Según cuenta esa mezcla apasionante de invento e historia que son los mitos populares (que no es lo mismo que una leyenda urbana pero a veces se le parece) el “yo, argentino” tuvo su origen en una de las habituales cacerías de extranjeros, sospechados de anarquistas, comunistas, socialistas. Al ser detenidos, respondían intentando una inútil defensa con esa poco creíble afirmación.
El tiempo que borra algunas cosas y a otras simplemente las degrada, terminó haciendo de esa afirmación, el símbolo de la despreocupación, del “nada tengo que ver”, del “a mí que me importa”, y otras delicias de “el pueblo no quiere saber de qué se trata”. O quizá sepa, pero no le importa demasiado. Decimos por estas tierras del otrora virreynato, que sigue sufriendo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser: “andá a cantarle a Gardel”, por la íntima convicción que “al mudo” ningún canto podría conmoverlo. Los sonidos del hambre distan demasiado de ser un canto. Son un grito desgarrador, pero sin volumen. Apagado como mp3 en colectivo. Si el que no llora no mama, al que no come ni fuerzas para llorar, gritar, patalear le quedan. Alberto Morlachetti escribió que el hambre es un “asesino serial”. Agregaría que además ha perfeccionado la forma más silenciosa, más sencilla, más cruel y más cobarde de matar: por pura sustracción alimentaria. El hambre es quizá el acto destituyente por excelencia. Pérfida excelencia, desde ya. Porque destituye la organicidad cerebral, el desarrollo corporal, la capacidad simbólica, la trama vincular, el despliegue deseante, la construcción de la esperanza y la alegría y apenas permite que, a empujones y sopapos, algunas necesidades básicas puedan ser eternamente no satisfechas. Porque esa forma acotada, estéril, miserable, indigna, de no ganar el pan a pesar del sudor de la frente, ha desarrollado una escala industrial de la beneficencia, la limosa, la caridad, la piedad como el revés de la más brutal indiferencia. Un psicoanalista diría que es la más formidable formación reactiva jamás construida. La maldita maldad del hambre engendra a diferentes super héroes, patronos del choripán y el tintillo, diáconos del mate cocido y los refrescos no aptos para consumo humano, lores de las leches contaminadas. Y los más importantes: los capitalistas que han visto que la pobreza es un tremendo negocio. En vez de la conmovedora lucha de la “pelota de trapo”, se amasijan por el “balón de oro”. Con seguridad, el niño deprimido superará la melancolía que la sombra del Diego arrojó sobre su deportivo Yo. De la misma forma saldará las pesadillas de Fiorito en las lujosas habitaciones de un spa. El hambre da vergüenza, porque no permite pensar en nada más. El frío tiene la defensa del abrazo, de tiritar en grupo, de cubrirse con todo lo que se encuentra y con lo que no se encuentra. Claro, hay gente que muere de frío, o intoxicada por un dióxido de carbono de un brasero, pero como dios es argentino, el frío-frío dura poco. Y hablando de formaciones reactivas: las pocas veces que nieva es una fiesta. Al menos en la reina del plata. Pero la eternidad del hambre ha creado una grieta donde antes había un sendero peligroso. Los Quilapayún cantaban: “es peligroso ser pobre, amigo” en la inolvidable Cantata Santa María de Iquique. Ha dejado de ser peligroso. Ahora ser pobre es una sentencia de muerte. A mediano o corto plazo. Muerte real. Muerte simbólica. La patética discusión sobre porcentajes de pobreza y de indigencia es quizá el rostro más sombrío de esta democracia. Expertos estableciendo una frontera que divida al pobre del indigente, frontera débil como los cuerpos de aquellos que se amontonan de uno y otro lado. En una de esas, uno se levanta pobre y se duerma indigente. O ni siquiera se levante, como el pobre Benito de la canción de Serrat. El sargento Cabral, el soldado heroico: ¿habría muerto contento si el enemigo a batir hubiera sido el porcentaje de niños pobres y de pobres niños? Podemos suponer que hubiera muerto con la inmensa tristeza de no poder batir a ese enemigo burocratizado, de uñas limpias y culo sucio, que embarra la cancha para que ni siquiera una pelota de trapo ruede, y que se empeña en ningunear trabajadores que reclaman personería jurídica. Paradoja total: los mismos burócratas que reinan en la columna vertebral del movimiento obrero organizado, han sido bautizados hace décadas como “los gordos”. Obviamente, no es justamente hambre lo que tienen. No es justamente el hambre lo que podrían llegar a entender. No es justamente el hambre lo que les puede llegar a importar. Aunque seis millones de personas padezcan hambre, los millones que no lo sufren, no desarrollan ninguna empatía con aquellos que sufren y son desgarrados por el flagelo de los hambreadores. El hambre, el asesino serial, es una construcción social y política de una jauría brutal de administradores y productores de la carencia y la miseria. O sea: el hambre no implica una carencia, una falta, una pura negatividad. El hambre es la resultante necesaria del sobrante, del exceso, de la pura positividad de lo que se llama generosamente “el agro negocio”. Algo así como una mafia de los garbanzos. La misma ayuda social, que supuestamente debería enfrentar, paliar, atemperar al terrible flagelo, está impregnada de otros mecanismos sustitutivos para sostener y ampliar poder mirando bien a quien. El Hambre (de alimentos, educación, salud, vivienda, justicia, amor) es una espada de Damocles que no está encima de la cabeza, sino que con frecuencia las corta. Me parece que tendremos que empezar a pensar en los hambreadores, verdaderos simuladores de la abundancia. No hay hambre ni hambrientos, sin la presencia cuasi invisible de esta casta saqueadora. Hambreadores que legitimados por la democracia representativa, son deslegitimados por la cotidianeidad del desgarro. Pero a no dudarlo, si enfrentáramos a los hambreadores con la realidad real o incluso con la realidad estadística, nos mirarían con cara de ángel sorprendido y dirían: “¿hambre en la argentina? Yo, apetito.”
Edición: 1617
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