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Por Oscar Taffetani
(APe).- “...Polideportivo o Villa... Seguridad o Caos...” se lee en volantes distribuidos casa por casa por un par de jóvenes de Villa Pobladora, barrio de Piñeiro, Avellaneda.
“Los vecinos de Pobladora -dice el libelo- manifiestan su descontento ante la construcción de un complejo habitacional en lugar del solicitado polideportivo (...) El complejo estaría compuesto por 23 viviendas destinadas a personas carenciadas de villas cercanas a la zona (...) Si se concreta, lamentablemente, crecerá la inseguridad en la zona y en barrios vecinos (...) Unámonos para detener esa violación a nuestros derechos (...) Convocamos a la gran reunión vecinal a realizarse el viernes (...) Está en juego su seguridad y la de su familia...”
Villa Pobladora, Villa Castellino y Villa Porvenir son barrios obreros que tienen más de un siglo de antigüedad. Fueron creados porque en las adyacencias había fábricas y talleres (es decir, trabajo) y porque los terrenos eran muy baratos, ya que solían inundarse por las crecidas del Riachuelo.
Quisiéramos leer esta pequeña historia en un libro. Pero no está. Hoy no hay libros que cuenten la otra historia, la historia solidaria, de Villa Pobladora, de Villa Castellino y Villa Porvenir. Tampoco hay bibliotecas, para esos libros. Sólo hay volantes. Presente absoluto. Amnesia absoluta. Volantes que dicen “Polideportivo o Villa... Seguridad o Caos”.
Recuerdos de un anarquista
Una casa sencilla y digna, en el barrio de Piñeiro, es la morada de Guillermo Pascuarelli y de su compañera Carmen. “Aquí a una cuadra -dice Guillermo- pasando tres casas el comité radical, había un conventillo. Allí nació Antonio Sastre, el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos”
- ¿Usted lo conoció?
- Eran calles de tierra. Sastre tenía un amigo que vivía acá al lado de mi casa. Cuando venía a visitarlo, estábamos los pibes jugando a la pelota, en la calle. Y Sastre se quedaba mirándonos. Entonces, nos llamaba uno por uno y nos hacía alguna corrección, nos enseñaba. De puntín no, porque no podés dirigir la pelota... Y el cabezazo, con la frente, no con la bocha. ¡Si me habré entusiasmado! Mire, yo practiqué casi todos los deportes en el club Independiente, hasta los 80 años. Pero al fútbol jugué en Sportivo Sarmiento, de Lanús. Allí estaban mis amigos.
- ¿Y a la política, dónde jugaba?
- Mi padre era un obrero inmigrante anarquista, que llegó al país en el 19, y ya había tenido que luchar contra Mussolini. Yo a los 13 o 14 años ya frecuentaba las bibliotecas y las escuelas chicas. Aquí, en Avellaneda, había muchas. Leía a William Godwin, a Enrique Malatesta, a Rafael Barrett. Cuando me quise acordar, ya estaba de peón en una fábrica textil en donde también trabajaba mi madre. Un día me quejé porque a un provincianito lo estaban reventando. El capataz me dijo ¿qué, sos delegado vos? No, le dije ¡soy un ser humano! Ahí me echaron la primera vez. Ahí supe que era anarquista.
- ¿Lo echaron muchas veces?
- Sí, las conté: de 58 fábricas me echaron. Textiles, metalúrgicas, de alimentos, carpinterías... en cuanto uno comenzaba a hablarle a los compañeros para organizarlos, para luchar por el salario o por mejores condiciones, ahí nos caía la patronal, con todo, a veces ayudada por la burocracia sindical comunista, o la burocracia peronista. Ellos querían sindicatos mansos, serviles, obedientes.
- ¿Cómo eran los sindicatos anarquistas?
- No nos daban nada. Todo lo teníamos que conseguir con el aporte de los compañeros. La primera sede de un sindicato que conocí, en la calle Vieytes de Barracas, era poco más grande que una pieza. A veces, ni había lugar para sentarse. Cuando nos juntábamos en la calle, aquí en Galicia y Rivadavia, el dueño de la farmacia Rawson, que era socialista, nos prestaba la luz, porque ni luz había en la calle.
Pascuarelli sigue contando historias de lucha y de esperanza. De la vez que escondieron una biblioteca completa -la del Ateneo Ciudad de Avellaneda- para que no cayera en manos de los gendarmes. De las conferencias nocturnas de Humberto Correale. De las cooperativas. De la “ayuda mutua”, ya convertida en programa, en manual práctico de solidaridad.
Avellaneda, el Bronx, Barcelona...
El neoyoquino Marshall Berman demostró con un bello libro, que no pierde vigencia (Todo lo sólido se desvanece en el aire, 1982) que es posible registrar e interpretar las mutaciones de una sociedad y una cultura sin moverse del barrio, es decir, sólo atendiendo a los signos y manifestaciones de los cambios en una parcela pequeña, casi inadvertida, de la superficie del globo.
Lo mismo podría hacer, si quisiera, Guillermo Pascuarelli. Con otras fuentes, tal vez. Con otras prohibidas lecturas. Con otras sagradas escrituras. Y con el mismo espíritu.
“¿Vio que están cerrando cooperativas?” dice. “Las fábricas recuperadas les molestan. Es porque allí los obreros demuestran que se pueden hacer las cosas de otro modo, de una manera más justa”.
“Como en la Comuna de Barcelona”, le respondemos, sabiendo que nuestra respuesta puede significar dos horas más de conversación.
“¡La Comuna de Barcelona, claro! Aquellos compañeros dieron la prueba de que se puede vivir perfectamente sin gobierno (...) Ellos trabajaban cuatro horas por turno, tenían el mejor salario y hasta podían abastecer al ejército republicano, en el frente...”
“Por eso no quieren que nadie lo sepa. Ellos, los que están en el poder, no quieren que nadie sepa que se puede vivir fraternalmente, vivir con justicia. No quieren que los trabajadores se den cuenta de que hay otra manera de hacer las cosas...”
Edición: 1486
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