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Por Claudia Rafael
(APe).- Cuando la organización Acción Ambiental Baradero publicó los resultados del estudio “¿Qué agua tomamos, qué aire respiramos?” sumó una pieza más al rompecabezas. Allí desnuda que el 40 por ciento de las muestras analizadas en alumnos y docentes de una escuela tienen glifosato y su metabolito AMPA en orina. Se sigue conformando un puzzle, con el impulso de organizaciones sociales o universidades que, contra viento y marea, producen estudios –de altos costos económicos- que van perfilando un mapa del sufrimiento ambiental de la sociedad.
Con las herramientas legales que el modelo de producción va logrando imponer o, en otras ocasiones, sortear, se continúa fumigando por tierra y por aire. En prácticas en las que apenas se puede empatar al lucro con un abanico de distancias negociadas: 3000, 2000, 1500, 1000 ó 200 metros. Pero el lucro como característica fundacional del sistema busca evadir restricciones. Por estos días, el municipio de Rafaela, “la perla del oeste” santafesino, está al borde de autorizar fumigaciones a tan solo 50 metros de viviendas y de escuelas.
Mientras tanto, los pueblos siguen ofrendando a sus infancias como un tributo trágico desde los territorios. Los resultados aislados van dando cuenta de la magnitud de la problemática sin que se alcance –formalmente- a diseñar el mapa completo de la utilización de ecocidas cuya excusa suele dibujar que se necesitan para producir alimento para 400 millones de personas. En un país en el que el significado medular del hambre sigue acuciando a un porcentaje cada vez más elevado de la población.
Un primer estudio precursor hacia los 90 daba cuenta de la presencia de pesticidas en los floricultores de Escobar, ciudad que primavera tras primavera viene celebrando la fiesta nacional de la flor desde la presidencia de Arturo Illia. Desde entonces a estos días la realidad nacional se fue modificando y se va acrecentando la presencia de agrotóxicos en el suelo y el agua de los territorios. Y que va quedando al desnudo en los cuerpos asolados de los trabajadores agrarios de cada región pero también de las poblaciones que simplemente consumen.
Anabel Pomar, periodista de investigación especializada en la temática y colaboradora en la traducción de los papeles de Monsanto, ofrece algunos de los mojones en ese mapa que ferozmente deriva en distintas formas de cáncer y en la repetición de enfermedades poco explicables. En Córdoba, Marcos Juárez, Dique Chico, Anexo Ituzaingó, Monte Maíz. En Buenos Aires, Pergamino, San Antonio de Areco, Campana, Exaltación de la Cruz, Lobos, Mar chiquita, Villa Gral Pueyrredón, Tandil, Baradero, La Matanza. En Chaco, Pampa del Indio, La leonesa, Villa Terai. Y suma globalmente provincias como Entre Ríos o Misiones.
Pomar habla de los relevamientos epidemiológicos que desde 2010, se hicieron desde la Universidad Nacional de Rosario, coordinados por Damián Verzeñassi en más de 37 localidades de las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, Buenos Aires y Córdoba que “concluyen respecto del cáncer que en los territorios pulverizados estudiados la incidencia es 1.83 más que el promedio nacional y 1.63 más alto que el máximo esperado para nuestro país”.
El Cinturón Hortícola Platense abastece de verduras a 14 millones de personas. Estudios doctorales en la Universidad Nacional de La Plata dan cuenta de la utilización de más de 160 productos agroquímicos que afectan, no sólo a la producción en sí, sino a los organismos acuáticos en los arroyos de la cuenca. Y, por ende, al agua de riego.
Desde 2015 se concretaron seis campañas de muestreo en 52 lagos y lagunas de la cuenca pampeana que derivaron en que “hay trazas de glifosato en el 40 %”. No se trata sólo de las huellas de pesticida en suelo y agua sino que, desde la Facultad de Ciencias Exactas de la UNLP, se estudiaron los niveles de glifosato y atrazina en agua de lluvia: El glifosato fue el herbicida más detectado con 90% de resultados positivos y Córdoba, Santa Fe, Buenos Aires y Entre Ríos fueron las provincias en las que las concentraciones eran mayores.
“No existe razón de Estado ni intereses económicos de las corporaciones que justifiquen el silencio cuando se trata de la salud pública”, solía decir Andrés Carrasco, aquel científico que logró probar los efectos devastadores de los ecocidas en el ser humano y que pagó duramente las consecuencias de su enfrentamiento al poder establecido. La temática suele borrar todo atisbo de grieta. Se trata, en definitiva, de un modelo de producción capaz de arremeter contra la vida porque la médula radica en el lucro y no en la equidad ambiental y alimentaria.
Una fotografía atroz es la de la cuenca del río Paraná. El biólogo Damián Marino planteó –tras estudios a lo largo de cinco años en sus aguas- que “los niveles de glifosato y de AMPA (metabolito en la degradación del glifosato) halladas en la cuenca son unas cuatro veces las concentraciones que pueden encontrarse en un campo sembrado con soja. Hoy, el fondo de un río que desemboca en el Paraná tiene más glifosato que un campo de soja”.
Las escuelas rurales, como la de Baradero por estos días, son la muestra cabal de la avidez ganancial del modelo de explotación y producción. No hay suelo y agua libre de plaguicidas según el estudio que abarcó a 15 escuelas rurales de Tandil y que arrojó la presencia de 16 venenos. En ese suelo en el que los chicos y chicas de jardín y de escuelas primarias y secundarias juegan y en esa agua de pozo con la que se riega y se calma la sed.
No hay territorios a salvo. A pesar de que desde 1997 el campo “La Aurora” comenzó su transición, en Benito Juárez, hacia la agroecología todavía se arrastran hoy -300 metros adentro de sus límites- las trazas de nueve agrotóxicos en lo profundo de su suelo. No se está a salvo si los territorios del entorno continúan avanzando en sus prácticas ecocidas.
El químico 2,4D fue encontrado en el 50 por ciento del polvillo que se respira en el centro de aquella ciudad que popularizó María Elena Walsh en 1962 cuando estrenó Manuelita. Fue un estudio del Inta Pehuajó sobre muestras de lluvia y polvillo en ambiente entre julio de 2016 y junio de 2018.
El mapa crece y van quedando marcados más y más territorios. Las aguas del arroyo Tapalqué tenían detectada la presencia de glifosato ya en estudios de 2013 y 2014. ¿Acaso es posible pensar exenta de ese pesticida a las ciudades que se elevan a su paso, como Tapalqué u Olavarría? Sobre todo, cuando se probó hacia 2018 que el pasto de la vera del arroyo al costado de esta última ciudad era controlado con glifosato.
Hay vidas tributadas a los ecocidas. Nombres de niños y de niñas labrados con enfermedades fogoneadas desde el uso de los venenos durante las prácticas agrícolas. Nombres de quienes pugnan aún hoy con enfermedades que se repiten en el silencio de las barriadas y los poblados rurales. Mientras el modelo de producción no es puesto en discusión porque no existe grieta alguna cuando se trata de seguir alimentando un sistema con basamento en la inequidad y el lucro a costa de los olvidados.
Edición: 4133
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