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Por Claudia Rafael
(APe).- Su historia encaja a la perfección en el viejo concepto de “daños colaterales”. Son los precios que ciertas individualidades deben pagar para que el conjunto de la sociedad respire tranquila cuando el Estado le asesta la promesa de preservación del orden público. Ella tiene escasos 15 años. Y a partir de su denuncia se abrió una causa penal por abuso sexual contra un gendarme. El Ministerio de Seguridad de la Nación lo pasó a disponibilidad junto a otros dos pares de la fuerza a la espera de alguna respuesta judicial. El “daño colateral” tuvo lugar, según el testimonio, el último día de enero en un baño del Parque General Manuel Belgrano de Monte Chingolo, Lanús; el polideportivo en el que se concentran “las actividades deportivas y recreativas” del Municipio.
“La ingenuidad es para los 15 años y yo hace rato que los cumplí”, decía Cristina Fernández de Kirchner el 20 de diciembre de 2010. En aquellos días la niña de Monte Chingolo tendría apenas 11 ó 12. No más. Y hoy, a los 15, no hay ingenuidad que le valga. Ya no. Aquel 20 de diciembre la presidenta lanzaba el Operativo Centinela desde La Matanza para hacer aterrizar 6000 gendarmes en la provincia. No alcanzaban, por cierto. El 31 de agosto de 2013, también desde La Matanza, se anunciaban otros 4000 para “colaborar en el combate del delito en el Gran Buenos Aires”.
Cueste lo que cueste y sea cual fuere la magnitud de los “daños colaterales”. Después de todo, el Estado sigue siendo parte de la producción de las cadenas de violencia. Un Estado de uniforme que –define el sociólogo Javier Auyero- “participa en el tráfico de drogas”, “mira para otro lado en el caso de violencia sexual o participa de ésta (por ejemplo, policías comprando sexo oral a adolescentes del barrio)”; “mira para otro lado cuando se denuncia violencia doméstica”. Entonces, el mismo Auyero se pregunta: “¿Por qué va a confiar un adolescente en el policía cuando saben que muchos de ellos pagan en La Salada para que les realicen fellatios? ¿Por qué vas a ir a denunciar que en tu esquina venden droga si sabés que es el policía el que pasa a cobrar el sobre?”.
Los 15 de la niña de Lanús cargan la rabia sobre la piel. Que se le hace trizas y se le deshilacha para volver una y otra vez la memoria sobre el 31 de enero en aquel baño. El juego del “uso y tiro”, en una historia que se repite una y mil veces en otros daños colaterales de otras chicas de 14, 15 ó 16. “No a las violaciones ni a los orales”, garabateaba José, un alumno de la maestra María Fernanda Berti, para colgar en el “árbol de los deseos”.
Crónicas que también son y serán gendarmes. Como las que en estas mismas páginas se relataban algunos meses atrás. Era la villa 1.11.14: “antes de la llegada de la Gendarmería –contaba a APe por lo bajo un maestro- todo era territorio de los transas y de los pibes. Que afanaban con total impunidad. Uno de 9 ó 10 años se tiraba sobre el auto, y los otros, de 14 para arriba, enfierrados, afanaban en unos minutos. Hace unos dos años, con la llegada de Gendarmería todo cambió. Bajó el nivel de violencia, aumentó la violencia institucional. Hicieron al principio un control territorial que después cambió a ocupación territorial. Y pasaron a ser los amos y señores del territorio. La gente… agradecida”. Los “daños colaterales” en los márgenes suelen conformar un abanico de multiplicidades sistémicas. En esa misma nota –algunos meses atrás- esta agencia de noticias detallaba el relato de una joven que “miraba el partido de River por TV. Ruidos. Gritos. Los hombres se metieron por la ventanita. Uno, dos, tres, quién sabe cuántos. `La guita está en el armario`, dijo uno. Empezaron los tiros al aire. Los gendarmes estaban a menos de 40 metros. En el momento en que el tiroteo se desató, desaparecieron de la zona. La liberaron. Dejaron a la gente a merced de la irrupción violenta. Todos sabrán luego que no había dinero en ningún armario. Simplemente será uno de los métodos que empiezan a sistematizarse para producir estampidas en la compleja replanificación territorial”.
Daños que van más allá de las fronteras conurbanas. Que irrumpen como vientos huracanados en historias de otras orillas. Corría junio de 2014 cuando –a meses de la llegada de gendarmes a Rosario- la APDH de aquella ciudad lanzaba un comunicado: “desde hace un tiempo atrás, hemos estado recibiendo sistemáticamente denuncias de todo tipo sobre gendarmes que han arrancado piercings o sacado la gorra a los jóvenes, que han golpeado a los pibes y pibas por estar en una esquina pasando el rato, obligando a que se metan en sus casas, estableciendo en la práctica un estado de sitio, o que han humillado de distintas maneras a compañerxs gays, lesbianas o trans: tales apremios ilegales no pueden ser tolerados y además de denunciados, deben ser fehacientemente investigados para procesar y enjuiciar a sus responsables”.
Un mes antes, nuestro compañero Carlos del Frade arrancaba una de sus notas en APe con el testimonio de una maestra rosarina: “un chiquito de primer grado nos dijo que ahora la droga la vende un gendarme flaquito…”.
Es un constante deja vu que una y otra vez proyecta la misma cinta cinematográfica. “Gendarmería siempre tuvo mejor reputación que la Bonaerense y teníamos miedo de confesar que vendíamos droga hasta que ellos amenazaron con matarnos. Estábamos arrodillados de espaldas, con las pistolas detrás de nuestra nuca. De repente, en el momento en que supuestamente nos dispararían, nos ofrecieron protección a cambio de un pago superior al que recibía la policía. Lo sabían todo sin que les digamos. Y como los gendarmes tienen más peso que la policía y nosotros estábamos con ellos, empezamos a dominar el barrio”. Ese perfecto relato de manipulación está anclado en el mismo Conurbano sur que la historia de la chica de 15 años. Y el testimonio pertenece a uno de los trabajos de investigación de Javier Auyero sobre las cadenas de violencias.
El Operativo Centinela, como tantos otros de la historia de las estrategias securitarias, hunde sus raíces en prácticas de control y vigilancia. De apropiación de los territorios más vulnerables con una re-vulneración permanente.
El sociólogo Esteban Rodríguez Alzueta desmiente de plano que el nacimiento de la Gendarmería esté ligado a la custodia de fronteras: “fue concebida especialmente para acabar con el bandidaje que estaba ganándose la devoción popular y echando raíces entre el campesinado de la región. Los golpes que los bandoleros Mate Cocido y Eusebio Zamacola, “ese vasco con ideas anarquistas”, le propinaban a las acopiadoras de cereales Bunge & Born y Dreyfus, allá por 1935 en la provincia del Chaco, fueron el detonante para que el presidente Justo enviara al Congreso el proyecto de creación de la GNA. El antecedente de esta fuerza fue la Gendarmería Volante, un cuerpo armado costeado por la compañía La Forestal para reprimir la huelga de los trabajadores en sus feudos en 1921”. Hacia 1947 –reconstruyó Carlos del Frade- “luego de la matanza de Rincón Bomba, en Formosa, en la que murieron más de 750 pilagás, wichís, tobas y mocovíes, Gendarmería Nacional se apropió de las tierras”. Pero no sólo: tendría un rol preponderante durante el primer peronismo en las tácticas de manejo de la seguridad interior.
Fuerza de choque que ha respondido al Estado o a los grandes grupos económicos (en los 70 era una suerte de seguridad privada, por ejemplo, en Ingenio Ledesma), ya en los 90 la Gendarmería participaría de manera central en la represión de los conflictos que ardían en Cutral-Có, Tartagal o Corrientes.
Hay una nueva fotografía social nacida para quedarse. Y el pacto de impunidades otorga ciertas prebendas monetarias o de las otras que atraviesan la piel y el cuerpo de los excedentes. Dignos del plomo del Estado, de la negación o invisibilización; dignos de los ojos del deseo violentamente autorizado para rapiñar placer… todo vale porque simplemente –y después de todo- no son más que el habitual coletazo de colateralidad con que, con una sistematicidad creciente, se derrama dolor sobre los marginalizados.
Edición: 2863
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