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Por Claudia Rafael y Silvana Melo
(APe).- El sol de diciembre llegó a la plaza de los dos Congresos con la misma intensidad que la violencia que se desplegó. La zona céntrica de la capital fue transformada en pocas horas en un escenario que no se veía desde hacía dieciseis años. A pesar de las promesas de no repetir las escenas de gas pimienta y balazos de goma de hace apenas cuatro días retirando del mando del operativo cuasimilitar de la ministra Patricia Bullrich, todo fue un triste deja vù. Antes de las 16, decenas de móviles, tanquetas y gigantescos micros de la gendarmería avanzaban por las grandes avenidas que los harían desembocar en los alrededores de ese edificio inaugurado en los inicios de 1906 para el funcionamiento de las cámaras de diputados y senadores. Puertas adentro y puertas afuera del edificio enrejado por las fuerzas de seguridad desde la tarde del domingo se vivían dos realidades encontradas.
La masividad de la protesta tenía un color y un ritmo ajeno a la represión salvaje que fue corriéndose de calles y avanzando a la vez que se incorporaban nuevas fuerzas de seguridad.
La mañana de hoy arrancó con un control policial y requisas a los colectivos que transportaban manifestantes. La bonaerense y la policía de la ciudad subían a los micros, filmaban, pedían documentos, intimidaban.
Desde temprano, el clima de bullicio alegre propio de las manifestaciones fue avanzando en la plaza de los dos Congresos. Banderas multicolores copaban la escena. Trabajadores sindicalizados, madres con niños, jubilados, pibes y viejos comían sanguches o empanadas mientras tomaban agua antes de que todo arrancara. Un adolescente se trepaba al alambrado de una obra en construcción para garabatear con aerosol rojo la calle vence. Otro, cerca suyo, dejaba las huellas de una consigna sobre una madera: con los viejos y los pibes no se jode.
A pocos metros, una mujer llevaba entre sus manos un cartelón casero: nosotros, los viejos, trabajamos por la patria. Tengo 80 años. No me vencerán, hace 60 años pienso lo mismo.
La plaza era ya para el mediodía un estallido de cuerpos dispuestos a gritar su no a la reforma. Los laburantes del hospital Durand movían sus cuerpos en una danza acompasada al ritmo de redoblantes. Mientras los del Garrahan y los del Posadas debatían o se sacaban fotos con la cúpula del congreso como fondo para la escena.
Para las 14, el clima empezó a mutar. Eran los momentos en que puertas adentro del recinto, el oficialismo empezaba a contabilizar la cantidad de diputados en la puja por lograr quorum. Y se desnudaban los primeros signos de lo que se abriría desenfrenadamente poco después para no parar.
Cebados como lobos que han probado la sangre humana, salieron de caza como el jueves pasado y como parece estar programado el futuro para los safaris de gente. Legitimados claramente por cincuenta marginales apedreando para las fotos, rompiendo las bases republicanas por las que se tira de los vestidos el Pro. Legitimados claramente por esos cincuenta que desvalijan un kiosco a metros del Congreso y su propietario en llanto es imagen mil veces repetida por los canales, como se repiten las imágenes de los cincuenta o los cien servicios, barrabravas, lúmpenes pagos o lo que sean, haciendo llover piedras mientras centenares de miles de personas se plantaban genuinamente contra una ley profundamente injusta. Y quienes genuinamente también mostraban su furia contra un sistema que agobia y aplasta.
Rodríguez Larreta, que había preferido no jugar la flamante Policía de su Ciudad en esto de ensuciarse las manos, respondió al apriete presidencial y volcó todas sus fichas en el pavimento milagrosamente tibio de diciembre. Justamente esa Policía de la Ciudad comenzó la represión a eso de las dos de la tarde y fue impiadosa y fue cruel hasta las cuatro y veinte cuando 600 efectivos de Gendarmería, a las órdenes de Patricia Bullrich, se volcaron a las calles del barrio de Congreso. A pesar de que hasta un par de horas antes, la fuerza había sido eclipsada en su rol represivo.
Esos cincuenta que hicieron llover piedras y los cronistas de la televisión que advertían que corría peligro la vida de la policía (con cascos, escudos, motos y carros hidrantes) alimentaron ante los ojos oficiales y de una porción muy nutrida de la sociedad la convicción de que tanto los manifestantes como los jubilados en sí mismos son elementos descartables para una vida aseada y tranquila.
Las fuerzas de seguridad acorralaron por las calles céntricas a la gente que salió a la calle con un bolsito y un limón para cuidarse de ellos y de los que, adentro del recinto, aseguraban que ni los viejos ni los chicos iban a perder un peso de su poder adquisitivo cuando transfirieran cien mil millones desde sus ingresos –los de los viejos y los chicos- a los del proyecto de hegemonía política de Cambiemos.
Acorralaron a la gente de a pie y tranquila, gasearon una estación de subte donde había hombres, mujeres y niños descompuestos y sin aire. Atropellaron a un jubilado con la traffic de la Policía de la Ciudad de Rodríguez Larreta. Gasearon y golpearon absurdamente a otro anciano. Atropellaron a un joven con una moto policial y, antes o después, lo marcaron con balas de goma. Hirieron y detuvieron a decenas de personas. Sin garantías de que uno solo de esos detenidos haya tirado una piedra. Sin garantías de que alguno de los cincuenta o cien haya sido identificado, porque muchos de ellos son engranajes del sistema.
Golpearon a periodistas y fotógrafos, de todos los medios (Julio Bazán y Sebastián Domenech, TN; Bernardino Ávila y Leandro Teysseire, Página 12; Mauro Fulco, C5N; Mariano Rinaldi, Radio Latina; Matías Castelli, Telefé; Agustín Gulman, Big Bang News; Juan P. Barrientos, Revista Cítrica, etc.).
Y dejaron, en perfecta complicidad con los cincuenta servicios, barrabravas, lúmpenes pagos o lo que sean, el mensaje de disciplinamiento y terror que le faltaba a la sociedad para que empiece a quedarse en casa.
Mientras tanto, en el recinto son horas y horas de una sesión que empezó a las 14 pero que comenzó a debatir la reforma previsional a las 17,30. Esperando que se despeje el afuera para que el adentro termine votando la legislación más antipopular a la madrugada.
No hay final. Imposible saber por estas horas cómo continuará la historia. Queda a las claras que el poder sistémico no está dispuesto a regalar un solo centímetro de ese modelo desembozado, saqueador y violento.
Distintos grupos de abogados trabajaban arduamente para defender las garantías de quienes eran arrancados en las calles por una u otra fuerza de seguridad. Esta Agencia compartió algunas horas con la Gremial de Abogados que recibía llamadas de organizaciones que denunciaban que uno, tres o cinco compañeros habían sido apresados y aún se desconocía su destino.
Mientras algunos intentaban sofocar los efectos de los gases encendiendo fuego algunos tachos de basura, unas cuantas calles más allá de la plaza de los dos Congresos, la vida sostenía su ritmo cotidiano. En los alrededores de Plaza Constitución, la vida en los territorios se desnudaba como siempre, por las tardes. Las víctimas eternas de un modelo nacido para extraer riquezas y profundizar marginalidades hablaban en la vereda o compartían su miseria con un mate o una cerveza. Tres pibes de 10 ó 12, se reían con un pancho “rociado con fritas” entre las manos. Un viejo medio perdido, decía ¿no viene más este colectivo?, sin saber que ese micro nunca llegaría porque estaba a media cuadra de una calle cortada por los gendarmes y porque tal vez ya no hay trenes para su vida olvidada.
Cuando la oscuridad empezaba a ganar este 18 de diciembre, algunos cacerolazos se hacían sentir en esquinas porteñas, frente a la quinta de Olivos o en otras ciudades del país. A escasas horas del 19 y 20 que hicieron arder el país entre sangre y tragedia.
El olor ácido de los gases perduraba entrada la noche en la ropa y en los ojos. Sin saber si en algún momento empezaría a tener fin.
Fotos: Claudia Rafael
Edición: 3515
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