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Por Claudia Rafael
(APe).- “Cristo los va a destruir a todos. En el nombre de Jesucristo todos van a ser hundidos”, gritó la mujer de uno de los policías que asesinó a Facundo Ferreira, niño tucumano de apenas 12 años. Acababa de escuchar la lectura del fallo que condenó a prisión perpetua a Mauro Gabriel Díaz Cáceres y Nicolás Javier González Montes de Oca por homicidio, doblemente agravado por alevosía y por el ejercicio abusivo de la función de los miembros de la fuerzas de seguridad, agravado por el uso de armas de fuego e incumplimiento de deberes de funcionario público. Y la mujer, en medio de su llanto inconsolable, se ampara en la convicción de que si la ley estuvo en su contra, el hijo de dios actuará en consecuencia.
Transcurrieron tres años y siete meses desde aquella madrugada tardía de marzo de 2018 en las calles tucumanas cuando la abuela Mercedes, esa morocha chiquita, de algo menos de 70 años llegaba desesperada al hospital en donde le insistían con el argumento del accidente vial. A pesar de la bala 9 milímetros que le había ingresado por la nuca al cuerpo niño de su nieto. El pibito que se soñaba Messi y que esa noche le había escondido la escapada con el amigo a ver picadas. No hubo regreso. No lo hay ni lo habrá. Y en eso mismo se habrá amparado el Estado provincial cuando en la voz del ministro de Seguridad, Claudio Adolfo Maley, ex jefe del Escuadrón 55 de Gendarmería, le ofreció –según denunció la familia de Facundo- una panadería. Minutos después de conocido el fallo, la abuela Mercedes decía a los medios: “al ministro Maley no lo perdono. Mi nieto Facundo no vale una panadería”.
En aquel mismo mes de marzo, la entonces ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, argumentaba que “en Tucumán, por ejemplo, hay una investigación que dice que, lamentablemente, un chico de 11 años le tiró a la Policía. Esa es la prueba que hizo la fiscal”. Y que “las fuerzas, frente a una situación de delito, de flagrancia, tienen que actuar”. El mismo Maley declaraba después que “no se trató de un caso de gatillo fácil, ya que los agentes actuaron contra un claro ataque y contra una agresión; como es su deber y obligación”.
Lejos de ese mensaje de la entonces ministra nacional y del ministro de seguridad del actual jefe de Gabinete de Nación, las imágenes de las cámaras de seguridad evidenciadas durante el juicio mostraban a los policías ahora condenados manipulando la escena del crimen y demorando, durante una hora y media, el aviso a la justicia. Más lejos aún, las pericias evidenciaron que Díaz Cáceres y Montes de Oca le habían disparado a Facundo 6 y 3 balazos, todos, a corta distancia.
Un niño de 12 años, “el Negrito”, para su abuela, murió por las balas del Estado. Que dibujó la escena, que disparó a matar, que intentó comprar la voluntad de la familia, que mintió una y mil veces. Un Estado que asoló el barrio La Bombilla tras el crimen de Facundo en apretadas que se extendieron en el tiempo. Incluso, cuando el hermano de uno de los policías pasaba con su moto frente a la casita de Mercedes, haciéndola rugir en la puerta y amenazando con señas.
“Somos ignorantes, humildes, de buen corazón. Piensan que porque somos ignorantes y pobres, no merecemos respeto. Pero somos orgullosos de ser la familia que somos. Somos humildes de corazón”, decía Romina, la mamá de Facundo, a poco de conocerse las condenas. Mientras Mercedes se mostraba aliviada asegurando que “sabía que mi dios estaba con nosotros y que se iba a hacer justicia por Facundo”. Cada quien parece cobijar dentro de sí a un dios diferente.
El Estado acompañó y pagó puntualmente a los abogados que defendieron a los policías Díaz Cáceres y González Montes de Oca. Ese mismo Estado que abona el viejo paradigma de vigilar y castigar. Y que estructura y organiza la política de descarte sistémico y las crueldades y agonías de los descartados. Que intenta consolidar las lógicas securitarias bajo el pensamiento de los que se sienten libres de provocar la muerte, de dibujar las pruebas, de rediseñar las escenas. Los que se sienten tan impunes y poderosos como para exiliar la vida de los marginados. Con la omnipotencia de los que tienen presente que con un par de gritos y unos cuantos balazos pueden lograr un incremento de sueldo. Con la convicción de que no hay quien se atreva a ponerles freno.
Hasta que alguna vez, una sola vez cada tantas, ocurre. Y ellos no entienden. Y junto a su entorno prometen que su particular Jesucristo va a destruir a todos cuantos se interpongan en su camino.
Fotos: Nicolás Núñez, Anfibia.
Edición: 4400
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