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Por Silvana Melo y Claudia Rafael
(APe).- Se apagó el fuego en el Polígono Industrial de Spegazzini y se apagó también la voracidad mediática que consumió, como las llamas la información inexistente durante el fin de semana que pasó. Después el lunes se devoró la verdad, como suele suceder. Nada más se habló de la empresa almacenadora de agrotóxicos que explotó y se llevó a varias a su alrededor. Nunca se habló de los venenos incendiados que generaron nubes tóxicas hacia las poblaciones del alrededor y no se habló tampoco de las consecuencias ambientales del hoy y del mañana de semejante desastre. Otras llamaradas de lunes se llevaron la verdad y la depositaron en la oscura bruma de lo quemado, de Logischem y Iron Mountain, por las dudas.
Y todo volvió a la realidad virtual de la firma de la escritura de este país con la rúbrica de Donald Trump y Scott Bessent para fabricar un desierto sin nadie por aquí con las herramientas ya concedidas de una matriz productiva extractiva que les regala explosiones, derrames de cianuro y de petróleo, manejo de agrotóxicos negligente y discrecional, uso de la fractura hidráulica en Vaca Muerta con la proliferación de terremotos inducidos, inundaciones donde no se inundaba, incendios forestales por sequía y por avance de la frontera agroindustrial.
La patria extractiva también es un regalo para los padres adoptivos de esta era. Y la explosión del viernes a la noche en una zona en la que habitan cientos de miles de personas y a pasos de la autopista Ezeiza – Cañuelas, por donde pasan otros tantos de miles de regreso y de fin de semana, no es un accidente. Es “un pequeño Chernobyl”, como dice la médica toxicóloga chaqueña María del Carmen Seveso. Del que no hay y probablemente no habrá información precisa pero sí impunidad.
En apenas un juego de archivo y memoria, antecedentes cercanos de accidentes no accidentales.
Petróleo y cianuro
Accidente, suelen decir y repetir cuando el impacto entre dos barcos o la rotura de los depósitos deriva en un derrame de petróleo. Tierra del Fuego, Salta, Santa Cruz, Buenos Aires son provincias que una y otra vez han sufrido el avance de los hidrocarburos sobre sus costas, sobre su tierra, sobre el agua que luego se bebe o cae de un duchador. La fragilidad de las vidas queda expuesta al influjo de esas manchas negras que empetrolan pingüinos, enferman seres humanos, matan ganado.
Accidente insistieron aquel enero de 26 años atrás cuando el buque Estrella Pampeana al servicio de Shell Argentina tuvo una perforación en el casco y derramó casi seis millones de litros de petróleo. Del mismo modo que machacarían cuando, hace un par de años, la alemana Oiltanking Ebytem esparció el crudo en Puerto Rosales, Bahía Blanca y en Punta Cigüeña.

En el Parque Nacional Los Glaciares, en la santacruceña Punta Loyola o hace tan solo unos pocos meses en Lomas de Olmedo, Salta. En las antípodas del territorio nacional los manchones oscuros del llamado oro negro -que multiplica año tras año los ceros en las riquezas de los poderosos- avanzan como una peste que se mete en la sangre de los despojados de todo. Cuentan los campesinos salteños de un mal día en que el ambiente se pobló de un silbido extraño que luego mutó en un estruendo semejante a un trueno. Era el pozo llamado Olmedo 10 que reventó, liberó líquidos tóxicos y gases y desde entonces, uno tras otro, fueron contabilizando unos 400 animales muertos, entre vacas, caballos, zorros, aves autóctonas.
Son millones y millones de contaminantes. Como cuando desde su proyecto Veladero la multinacional Barrick Gold diseminó millones de litros de solución cianurada y mercurio en al menos cinco ríos sanjuaninos. “Son cosas que pueden pasar”, dijo el entonces gobernador José Luis Gioja, quien tiempo después sobreviviría a la caída de un helicóptero.

Historias que se repiten y se reescriben con diferentes palabras que remiten una y otra vez al concepto de accidente. Como apenas unas horas atrás cuando la Asamblea de Vecinos Jáchal No se Toca de San Juan denunció “un nuevo derrame de mercurio desde la mina Veladero en la cuenca del río Jáchal” que derivó en la muerte de miles de peces.
O como el mismo día en que Milei asumía su presidencia, la empresa Oleoductos del Valle Sociedad Anónima (Oldelval) provocó el mayor derrame petrolero de la última década en la región norpatagónica. Con unos 1500 metros cúbicos de crudo diseminándose por 20.000 metros cuadrados de superficie. En la zona de Vaca Muerta.
El mismo territorio que protagonizó unos 500 sismos desde 2019 hasta la actualidad cuando nunca antes, a lo largo de decenas de millones de años, había sabido de su existencia. Sismos derivados del sistema de fracturación hidráulica que no hace otra cosa que perforar la tierra en forma de L hasta extraer combustibles fósiles. Terremotos que alcanzaron –como el 7 de marzo de 2019- una magnitud cinco en la escala de Richter. Cifra escasamente alcanzada por las consecuencias de la actividad humana en la tierra y de dimensión similar a la de las bombas nucleares arrojadas en la década del 40.

Son los fenómenos extremos nacidos de un modelo que se sostiene por la insaciabilidad extractiva. Que forja su avidez de la mano de la destrucción de la vida y de la tierra.
Otros derrames
En los finales de febrero de 2023, en Ituzaingó, un camión sin ningún tipo de señalización de transporte peligroso se paseó por el oeste del conurbano y en la autopista Acceso Oeste “una deformación del contenedor” generó un derrame de un agrotóxico que sembró pánico. Después identificado como clethodim, un potente herbicida destinado a proteger el cultivo de soja. Las nubes tóxicas que se generaron afectaron a un centenar de personas atendidas en guardias con problemas en la garganta, en los ojos y dificultades respiratorias. El entonces intendente, Alberto Descalzo –padre del actual, Pablo- aseguró que haría juicios penales contra la empresa de logística Losada.
La historia de San José de la Esquina, un pueblo santafesino de nueve mil habitantes, es impactante. El 6 de febrero de 2014 se vivió un episodio similar a un ataque químico. Un camión aparentemente inofensivo pasaba por un tramo urbano de la ruta 92 en un día cansino de verano. Nada parecía poder alterar la tarde estival. Hasta que una mala maniobra destinó la carga del camión al derrame masivo en un espacio habitado. El episodio fue calificado como accidente, pero el derrame de 18 mil litros de 2,4-D en la calle de un pueblo nunca es un accidente. El 2,4-D es uno de los compuestos del Agente Naranja, un defoliante que Monsanto y Dow Chemical fabricaron para Estados Unidos con el objetivo de deforestar los lugares donde se escondían los soldados en la guerra del Vietnam. El químico no sólo mató los arbustos sino también a los soldados y produjo muerte y malformaciones en millones de personas. En San José de la Esquina tuvo un fuerte impacto ambiental que duró años.

Decía en 2021 Cecilia Gargano, doctora en Historia e investigadora del Conicet -sobre la base del concepto de estado de excepción de Giorgio Agamben- que “aquí la excepcionalidad deviene parte de una lógica productiva normalizada. Incidentes aparentemente aislados que son parte constitutiva de los entramados materiales organizados en torno a la producción agrícola hegemónica”. No hay estado de excepción en San José de la Esquina, como no lo hay en las inundaciones en la provincia de Buenos Aires provocadas por la voracidad inmobiliaria que construye barrios cerrados sobre humedales; no lo hay en los incendios forestales que crecen sobre el monocultivo de los pinares –altamente combustibles- que reemplazan a la flora nativa, disminuyen el caudal de los ríos y hacen desaparecer los manantiales; en esos incendios que se encienden para expandir la frontera agroindustrial y para dar paso al negocio inmobiliario.
No hay estado de excepción en las explosiones de Ezeiza, que esconden los símbolos más tóxicos de la matriz extractiva en sus venenos y en sus expedientes secretos.
No hay estado de excepción en una matriz productiva que es médula de un país empujado a rematar la vida y la dignidad bajo el martillo de los poderosos.
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