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Manuel Vicent (*)
Para un intelectual ser acusado de antisemita es un estigma difícil de soportar. Una extraña paranoia le impulsa a creer que una fuerza oculta le impedirá acceder a cualquier reconocimiento internacional, incluidos premios, cátedras, editoriales y periódicos. Por miedo a entrar en esa supuesta lista negra algunos intelectuales, artistas y escritores se palpan el hígado antes de proferir una condena taxativa del insoportable espectáculo de crueldad y venganza que el Estado de Israel está perpetrando sobre el pueblo palestino cuya rentabilidad en el número de víctimas es la del ciento por uno, según el famoso rédito bíblico.
Cualquier opinión sobre esta guerra desigual debe expresarse siempre con matices, si no quieres ser tachado de antisemita. Para salvar la cara es obligado manifestar de antemano la admiración que produce la historia de ese pueblo y redoblar una vez más el espanto ante los campos de concentración y de exterminio. Creo que Leon Bloy acierta cuando afirma que el pueblo judío es como un dique atravesado en el río de la historia que ha elevado su corriente de nivel. Puede que la verdadera tierra de promisión de este pueblo elegido fuera Norteamérica, no Palestina, y después de la tragedia de la II Guerra Mundial es en Norteamérica donde ha desarrollado su enorme creatividad. Pero, tal vez, a cambio de esta acogida el sistema bélico occidental ha obligado a esa nación a ejercer un papel siniestro.
El Estado de Israel viene a ser, en definitiva, una base militar norteamericana, su garra de tigre sobre una civilización enemiga. Con las espaldas bien guardadas por el Pentágono y por una Europa que con su ambigüedad cura la mala conciencia, Israel se permite desafiar cualquier norma internacional con el sentido omnipotente y vengador del peor Yahvé de la Biblia. El odio y el antisemitismo creciente son el resultado de este destino.
(*) Escritor y periodista. El País, de España
Edición: 2760
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