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“Sería en verdad una actitud ingenua esperar que las clases dominantes desarrollaran una forma de educación que permita a las clases dominadas percibir las injusticias sociales en forma crítica”. (Paulo Freire, de la carta abierta al gobernador Gustavo Bordet, firmada por Estela Lemes)
Por Silvana Melo
(APe).- “Yo elegí la docencia porque siempre la vi como un modo de transformar los pequeños mundos en que nos movemos, una manera de formar futuro”, pensó Estela Lemes, maestra rural del departamento de Gualeguaychú, cuando recibió la notificación judicial. Lo pensó y lo escribió, pensando en que el gobernador Gustavo Bordet debía leerla. Y hacerse cargo. “La justicia falló en mi contra. Una vez más, me falló. No me sorprende”, dice. A diez años de la primera denuncia a quienes fumigaron sistemáticamente su escuela –la 66 Bartolito Mitre de Costa Uruguay Sur-, la Justicia la abandonó en su demanda contra la ART, el Consejo de Educación y el Gobierno de Entre Ríos. Lo único que Estela pretendía era que le pagaran los gastos de su tratamiento. Porque su enfermedad “es riesgo de trabajo”. Y tiene un veneno instalado en el cuerpo que le generó una polineuropatía. Es el clorpirifós, un organofosforado ya prohibido en Europa. Y uno de los más usados en el sistema productivo argentino.
“En todos estos años le he puesto el cuerpo a mi vocación, y ahora siento en él las consecuencias de tener un Estado que no me protegió, como tampoco protege a los niños y niñas que asisten a las escuelas rurales, y que son expuestos a horribles pulverizaciones con agrotóxicos”, le dice Estela a Bordet en su carta abierta.
La historia es larga. Los venenos cayeron desde 2009, cuando le fumigaron el asado del día de la madre. Porque ella vivió en la escuela hasta que descubrió su enfermedad, en 2014. En 2010 una avioneta fumigaba en el campo de enfrente y daba vueltas en círculo por arriba de la escuela. El chorro caía sobre las cabezas. La de ella y las de su gurisada. “Hay un video que filmé con un teléfono y lo mandé a la secretaría de Producción de la provincia pero nunca supe qué pasó con ese video. En el 2011 fumigaron de nuevo. Y ya en el 2012, fue la grande. Hice la denuncia porque estaban los niños en la escuela”.
Esa tarde, hora del recreo, el mosquito paseaba por el campo lindero. La deriva del veneno comenzó a acercarse y a enseñorearse del patio de la escuela, desde donde se avista el horizonte. Estela llevó a los alumnos adentro y llamó para que los fueran a buscar. Llamó a una radio. Llamó a la policía. Todos en el alambrado pidiendo que pararan, alzando guardapolvos como trapos pidiendo clemencia. Sin embargo no paró hasta que terminó de esparcir la última gota.
Ella empezó con dolores musculares. Intentó hacerse análisis pero supo que la cosa no iba a ser sencilla cuando venía de manos de los agrotóxicos, pata fundamental sobre la que se apoya el sistema agroindustrial con uno de los epicentros medulares en Entre Ríos. “Empecé a deambular y el único que me firmó que lo mío era por los agroquímicos fue el doctor Sanfilippo, que está haciendo una investigación en una clínica en Gualeguay.”
Le fue quedando claro por qué se enfermaban los gurises de su escuela. Vio una niña “con un principio de cáncer”. Otro “tiene el brazo más cortito y el papá era aplicador”; para ellos “nació así”. Vio“abortos espontáneos, niños con malformaciones que no nacían” y ella sigue luchando, a pesar del veneno en su cuerpo. Y de que la Sociedad Rural coloca públicos hostiles en sus charlas para ensuciárselas.
“El Estado no se hace cargo de las irrefutables consecuencias que las fumigaciones han dejado en mi salud, y sin embargo ha estado muy presente para defender y proteger los intereses del agronegocio, que ha sido cuestionado históricamente; y mostró su verdadera cara al interferir los recursos de amparos que presentaron AGMER y las organizaciones socio ambientales para restringir las distancias de fumigaciones en las cercanías de las escuelas”, le dice Estela al Gobernador en una carta abierta que no tuvo respuesta.
La demanda que le rechazaron tiene que ver con los resultados de seis años de fumigaciones intensas sobre su casa y su escuela, que eran lo mismo hasta hace cinco años. “Sufro una neuropatía aguda que está afectando mis músculos, el equilibrio y la capacidad respiratoria; para rehabilitarme, además de una medicación de por vida, debo realizar un tratamiento que ni la obra social me cubre en su totalidad, ni mi ART se hace cargo de nada”. Lo paga de su bolsillo, la demanda fue rechazada por el Estado y, a partir de la pandemia, no pudo viajar a Mar del Plata, donde hace su rehabilitación. Una realidad que, en su totalidad, conspira contra su salud.
“En septiembre de 2017 me vio en el hospital el perito neurólogo, que sin hacerme estudios (solo me pidió que caminara y me parara sobre un pie) decidió que no tengo dolencia alguna. En octubre del mismo año, un mes después, la perito médica me vio y solicitó una importante cantidad de estudios, y determinó que tengo un síndrome químico múltiple, por lo que me dio un 37,75 % de incapacidad. Ante este panorama el juez determinó que fuera un perito Forense quien decidiera. Este, sin verme ni una sola vez (no conozco su cara) ni pedirme estudio alguno, se quedó con lo que dijo el perito neurólogo”.
La justicia suele ser buena y fiel alumna de los poderes concentrados.
“Ahora, no solo no tendré la cobertura de mi tratamiento, sino que debo hacerme cargo de las costas de este juicio que llevé a cabo para recuperar la salud perdida, suma que obviamente está fuera de mis posibilidades económicas porque soy docente”. Tiene una casa en un barrio social y varios hijos que la ayudarán en caso de que le embarguen el sueldo de directora de la 66. Porque ésa también es una posibilidad, en el filoso país de la injusticia.
“Hoy se nos pide que los directivos seamos los centinelas en las aplicaciones, los banderilleros del agronegocio, otra vez nos exponen directamente sin importarle las consecuencias”, lamenta Estela. El juez responsable del fallo es el Dr. Javier Frosch, del Juzgado Laboral N° 1. “Me da una tremenda impotencia”, dice a APe. Y es consciente de que “darme la razón es admitir ante todo el pueblo que los agrotóxicos envenenan”. Por eso cree que “conmigo hicieron abandono de persona”.
“Mi lucha personal y colectiva es testigo del costo humano de los agrotóxicos, usted –le dice a Bordet en su carta- en representación del estado y como mi empleador debiera protegerme, protegernos, pero ha demostrado un total desamparo a la salud de los trabajadores de la educación y de la comunidad educativa en su totalidad”. Estela Lemes decidió apelar, aunque sabe que otro fallo en contra profundizaría las pérdidas económicas. “Ha sido muy solitaria mi lucha”, dice con un sabor amargo.
“Yo le pregunto, señor gobernador, ¿Los docentes y alumnos rurales seguiremos indefensos ante las fumigaciones?, ¿El Estado en algún momento se hará cargo de esta situación? Es mi deber como maestra, tener esperanza de que mis alumnos y los demás niños del país conocerán un mundo mejor”.
Otro mundo donde aviones que llueven veneno no sean naturales porque viven en el campo, porque sus padres trabajan en la estancia donde se fumiga, porque les dicen que “es remedio para las plantas”, porque sufren de vómitos, les pican los ojos y la nariz y el papá es aplicador, porque se quedan sin trabajo si protestan, porque sin trabajo los chicos no comen.
Otro mundo donde los que se vayan sean los envenenadores. No las escuelas con sus niños y sus seños. Otro mundo donde nadie los expulse porque la tierra está sólo para agotarla sembrando commodities para acumular dólares.
En esa lucha está Estela Lemes.
Pero la justicia la dejó sola. Otra vez.
Edición: 4111
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