El yate y la visibilidad salvaje en una sociedad que implosiona

El yate, el debate y la lejanía de los que gobiernan. Lejos de la revolución, las víctimas de las dirigencias amputadas de sensibilidad no explotan: implosionan. En un fenómeno que no incomoda a los poderosos sino que destruye aún más los hilos que pespuntean una estructura social en derrumbe.

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Por Silvana Melo

(APe).- El funcionario de apellido vasco, el que es fuerte en el sur del conurbano, donde la pobreza se hace miseria hacinada y crónica, tiene la espalda algo colorada. El sol del Mediterráneo es fuerte todavía. Su pareja de estos días tomó la imagen del hombre con malla azul, en un yate lujoso, preparando el burbujeo del champán francés. Una parte del periodismo se ocupó de buscar la data precisa: “alquilar un Bandido 90 (que así se llama el barco) por 4 horas cuesta 5250 euros”.

La foto blanquea brutalmente la indolencia. El divorcio fatal entre los 200 que gobiernan y los 20 millones reales que viven atrapados en la pobreza o, aferrados con una precariedad devaluatoria, a punto de caer al precipicio de esta tragedia.

Desde el debate patético, alimentado a chicana, discurso coucheado y sensibilidad escasa, hasta la angustia de los veinte millones que trabajan pero son pobres, que cobran planes y son pobres, que no tienen casa y son pobres, que viven en sucuchos o han dormido en la calle y son pobres, que tienen obra social y son pobres, que no la tienen y son pobres. Mirando desde abajo el varieté de los oficialistas y los opositores millonarios, que son ricos pero no lo declaran. La comedia dramática de los farsantes que no bajan la mirada. Que no los ven. Actores que sólo quieren extender su vida útil en el escenario. Actores que sólo buscan incendiar todo para asomar de la ceniza. Para brindar los tres que queden con las últimas burbujas del Don Perignon del hombre del yate.

Esos veinte millones reales (la medición del INDEC no llegó a la brutal devaluación de agosto) no salen a la calle a pedir que se vayan todos. No cortan masivamente las rutas de todo el país. No rodean las casas de gobierno nacional y provinciales. No se encadenan en las puertas de los Tribunales. No recorren las cornisas de los edificios desde Jujuy a Tierra del Fuego para que los vean. No queman neumáticos en Plaza de Mayo.

Lejos de la revolución, las víctimas de las dirigencias amputadas de sensibilidad no explotan: implosionan. En un fenómeno que no incomoda a los poderosos sino que destruye aún más los hilos que pespuntean una estructura social en derrumbe.

Es decir, estallan contra sus pares cercanos. No explotan hacia arriba, sino hacia sus lados. No buscan detonar el poder. Apenas hacen volar vínculos de vecindad geográfica o emocional. Hacia sus costados o hacia abajo.

Ocurre en estos días como en tantos otros. Es el joven que por una discusión de tránsito fue molido a palos por cuatro personas cerca de Rosario. Son las mujeres diariamente castigadas en sus cuatro paredes. Son los niños que soportan en sus cuerpos y en su emotividad la violencia de familias quebradas. Es el hombre de Castelar que después de una discusión en un partido de fútbol disparó en la cabeza al hijo de su contendiente. Tiene seis años. Es el hombre que, cuando otro lo rozó, se bajó del auto con un hacha. Es el que acribilló a tiros a un joven que había estacionado en el garaje de su casa. Y etcétera.

Las vidas más castigadas tienen una enorme soledad social. Son incomprensibles los discursos del debate. Sospechan que nos les hablan. Que se dirigen apenas entre contrincantes. Los veinte millones no son los piquetes en la 9 de Julio que inquietan tanto a los personajes más mezquinos de estos tiempos. Los veinte millones se descubren cada día, cuando se despiertan, individualidades que tienen que sobrevivir en esta selva. Hombres y mujeres a los que la mayor parte de aquellos a los que deberían votar, planean esquilmar brutalmente.

Entre las postales de estos días se impone el yate de lujo en las aguas del Mediterráneo. Como un símbolo de visibilidad salvaje. No es la peor ni la única. Pero es salvaje.

La esperanza de futuro, acaso la única, es reemplazar el hacha contra el parabrisas por la construcción de un tejido social. Que permita plantarse masivamente ante la prepotencia sistémica. Una explosión hacia arriba y no la implosión de la angustia hacia las orillas de una sociedad que se autolesiona como destino.


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