El viaje de Quiquín

|

Por Carlos del Frade

   (APe).- “Luis Roberto Medina, un hombre con antecedentes penales por narcotráfico, fue ejecutado a balazos en el amanecer del 29 de diciembre mientras circulaba en un auto por la zona sur de la ciudad. También murió acribillada en el ataque una joven que lo acompañaba. Hasta anoche, los investigadores policiales y judiciales no habían determinado el móvil del atentado. Sí se definió que se cometió con dos armas de fuego. Medina era un hombre millonario, que había hecho inversiones inmobiliarias y comerciales, algunas bajo su propio nombre y otras mediante testaferros. 

Estaba sindicado como el proveedor de drogas de Emanuel "Ema Pimpi" Sandoval, acusado por el ataque a la casa del gobernador Antonio Bonfatti. Por esa razón en la sede local de la Gobernación, el día después del atentado, prominentes figuras del gobierno lo mencionaban como posible ideólogo del violento suceso, algo que después esos mismos sectores relativizaron. Medina era vastamente conocido por sus actividades ilícitas ligadas al narcotráfico como proveedor de puntos de venta en la zona norte de Rosario pero, salvo una detención en diciembre de 1999 por su pertenencia a una banda de traficantes, no fue perseguido penalmente en la provincia”, sostuvo el diario “La Capital”, antes de terminar el año 2013.

Pero ese presente tiene una prehistoria.
Hubo un tiempo en que Luis Medina era un muchacho muy querido en el barrio Refinería, en el norte de la ciudad de Rosario. La misma geografía que no solamente está atravesada por la vieja fábrica de azúcar, sino también por el trabajo de los ferroviarios, la gran huelga de octubre de 1901 y el recuerdo del primer obrero fusilado por la policía, Cosme Budislavich. Recuerdos de mucho antes de las grandes torres del siglo veintiuno que sintetizan el bienestar de algunos.

A Medina, desde mediados de los años ochenta, le decían “Quiquín”, por sus grandes cachetes que lo emparentaban al popular “Quico”, de la mitológica serie “El Chavo del 8”. Su mamá, Ana María, siempre había sido una histórica puntera del viejo peronismo y trabajaba con Juan, su nueva pareja, en el bufet del club barrial.
Y aunque ella era hincha de Ñuls, sus dos hijos, Fabio “El Chueco” y Luis “Quiquín”, salieron fanas de Central. En aquellos años de niñez y adolescencia, en gran medida, los hemanos crecieron en medio de distintas generaciones que se trasladaban conocimientos por cercanías y pertenencias a las barras de Refinería. Las memorias del lugar relatan que Luis era muy amoroso en el cuidado de su tío que sufría síndrome de Down, tarea que compartía con su abuelo.
En esos años se acercó a la barrabrava canaya en los días del RC 2000, aquello que nació como legítima respuesta a tantos años de manejos y desmanejos del escribano Víctor Vesco.
Los viejos habitantes del barrio y los no tan longevos, dicen que le gustaba imitar el baile de Michel Jackson en todas las reuniones sociales que se multiplicaban en torno al Club Refinería. Los pibes más chicos se referenciaban en él.
La cosa era distinta con El Chueco. Tenía muchas relaciones con mundos pesados y su manera de hablar con los vecinos no tenía la amabilidad ni el respeto que caracterizaban a Luis. La vida también terminó de forma abrupta, lo mató el VIH.
En cercanías de los dieciocho años, su mamá, Ana, lo llevó a Villa Gobernador Gálvez. Eran las primeras horas de la construcción del poder de Pedro González. Pleno menemismo rubicundo. Allí, del otro lado del Saladillo, se contactó con “Paco Mono”, emblemático referente de la barrabrava de Arroyito, junto a Andrés “Pillín” Bracamonte. Se hicieron íntimos.
Casi una década después, “Quiquín” volvió a Refinería.
Pero ya era otro.
También el barrio era otro.
Ya no estaban ni los trenes, ni los obreros ni el puerto.
Al poco tiempo le allanaron la casa de pasillo en la que siempre había vivido.
Encontraron armas de guerra y ya dejó de frecuentar el viejo barrio obrero, rebelde y de tradición anarquista.
Empezaron las marcas en los distintos juzgados.
Las leyendas urbanas de la zona norte lo comenzaron a situar en el difuso universo de la piratería del asfalto.
A principios del tercer milenio, “Quiquín” ya estaba vinculado a los Pillines.
Cuando piantó para otro lado del universo, el ahora millonario estaba transitando por una zona en la que todavía viven los viejos barras de Central que nunca devinieron en empresarios y siguen apasionados por los colores auriazules, tal como era aquel querido pibe de cachetes prominentes de barrio Refinería cuyo nombre parecía ya condenado al olvido.
El viaje que hizo aquel “Quiquín” para devenir en “jefe narco” no es solamente una historia individual, sino que muestra el desarrollo de distintos factores de poder en los últimos veinte años de historia en el Gran Rosario.

Carlos del Frade es el autor de “Ciudad blanca, crónica negra”, Rosario, año 2000; realizador de la investigación sobre desarrollo narco en Córdoba y Santa Fe para el libro “País Narco”, de Mauro Federico, año 2011; “Narcomafias”, cuaderno de investigación, 2013 y de uno de los capítulos del libro “Soldaditos de nadie”, en torno al triple crimen de Villa Moreno, para la editorial “De Puño y Letra”. Presentó sus trabajos en la comisión de Seguridad de la Cámara de Diputados de la provincia de Santa Fe en febrero de 2013 y está preparando el segundo tomo de “Ciudad blanca” para 2014.

 Edición: 2608


Suscribite

Suscribite al boletín semanal de la Agencia.

Sobre la fundación

Fundación Pelota de Trapo nació hace décadas para abrigar de las múltiples intemperies a niñas y niños atravesados por diferentes historias de vulnerabilidad social.

Sobre la agencia

Agencia Pelota de Trapo instala su palabra en una sociedad asimétrica, inequitativa, que dejó atrás a la mayoría de nuestros niños y donde los derechos inalienables de la persona humana solo se cumplen para unos pocos elegidos por la suerte