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Por Oscar Taffetani
(APE).- La literatura y el cine de ciencia ficción deben a Philip K. Dick (1928-1982) tres historias memorables: Blade Runner, Total recall y Minority Report. La segunda de esas realizaciones, estrenada en 1990, llevó entre nosotros un título infantil y sugestivo: “El vengador del Futuro”.
Lo que habitualmente se rescata de esa película, protagonizada por el actual gobernador de California Arnold Schwarzenegger y por una debutante Sharon Stone, es la inquietante posibilidad de que a un hombre se le puedan implantar falsos recuerdos, siempre placenteros, para hacerle más soportable la existencia.
Sin embargo, hay otros elementos de la historia que merecerían atención, ya que funcionan como alegoría perfecta de ese infierno que comenzó a gestarse en los ’80, cuando otro actor de cine que también fue gobernador de California -Ronald Reagan- inició la autodenominada revolución conservadora, engendro cuyos efectos todavía padecemos.
En “El vengador del Futuro” vemos una desgraciada colonia humana (o sub-humana) atrapada en Venusville, suerte de burbuja construida sobre la superficie del planeta Marte. Sus habitantes han sufrido los efectos de la contaminación ambiental, la mala alimentación y la escasez de agua.
El resultado es un pueblo hecho de gente buena y deforme, limitada en sus posibilidades, temerosa de los pogroms que ejecuta a diario la policía del Zar propietario de la burbuja.
Quaid, héroe de esta historia, que en una vida anterior fue policía y que ha sufrido los efectos de un “cruce de recuerdos”, decide investigar la situación en Marte. Termina acaudillando a los desahuciados rehenes del Zar, en una lucha que tendrá, como no puede ser de otra manera, final feliz.
Tras la batalla final, cae el Zar que había privatizado el agua de Marte, se desarma su policía asesina, se rompe la burbuja supuestamente protectora y los habitantes de Venusville descubren (o re-descubren) los encantos de respirar sin tener que pagar y de tomar agua en libertad, bajo un cielo que vuelve, oh maravilla, a ser azul.
Buenos Aires, 2006
A principios de julio, cuando el fútbol captaba aún la atención del planeta, el diario Perfil publicó una nota titulada “En los potreros no habrá nuevos Tévez”.
Esa sentencia, categórica, capaz de helar el corazón de cualquier hincha o simpatizante, tiene un fundamento concreto: el espantoso cuadro de desnutrición que presentan los niños de las villas y barriadas más pobres de las grandes ciudades argentinas.
Un 52,1 por ciento de la población infantil del país -publica UNICEF- vive bajo la línea de pobreza; y de ese 52,1 casi la mitad ya está en la total indigencia.
“Si un pibe no se alimenta bien, es fulminante: afecta su constitución muscular, se lesiona más y no se recupera rápidamente. Hoy el fútbol es mucho más físico y un jugador que ha estado desnutrido no puede aguantar el esfuerzo”, explica Marcelo Campaner, miembro del cuerpo médico de las inferiores de Racing.
Según estudios de la fundación “El Futbolista”, de cada 100 chicos que juegan en novena división, sólo un 1,9 por ciento llega a formar parte de un equipo de primera.
No es sólo muscular el déficit: “La debilidad física también se traslada a lo afectivo. Cada vez hay más chicos con padres desocupados, problemas de violencia familiar y carencias afectivas que después se expresan dentro de la cancha”, relata Mariano Soso, especialista en Minoridad y Familia que ha trabajado con divisiones inferiores en Rosario y La Plata.
Por eso, los “descubridores de talentos” -casi siempre intermediarios, interesados en ese millonario negocio que es el fútbol- ahora orientan sus búsquedas no sólo hacia las villas y barrios humildes, como antaño, sino también hacia las escuelas de fútbol privadas, a las que concurren los chicos de clase media.
Los niños pobres que ganen la lotería de ser preseleccionados, podrán así acceder, en la adolescencia, al calcio, las vitaminas y las proteínas que les fueron negadas en la infancia.
Pero ¿y el resto?, nos preguntamos.
¿Y esos chicos que deben resignar muy temprano su sueño de ser cracks, de ganar mucho dinero y de ayudar a sus familias? Esos otros -98 de cada 100- no llegan ni llegarán. Un inapelable juez sin nombre ni rostro -el hambre- les sacó la tarjeta roja, antes de empezar a jugar.
Esperando a Quaid
Comenzamos esta reflexión citando la historia de Quaid, aquel vengador del futuro imaginado por Philip K. Dick en los ’80.
Y la queremos cerrar con la esperanza de que surja un día, en este inagotable semillero del Sur, un crack, un verdadero crack, un político y hombre de Estado capaz de sentir en su corazón todo el dolor por la tarjeta roja que el hambre le pone todos los días a los pibes.
Un crack que cambie las reglas de juego. Que cambie el juego.
¿Es una utopía?
¿Es utópico que en esta Argentina sojera, que hoy vuelve a jactarse de ser el granero del mundo, se erradiquen para siempre el hambre y la desnutrición?
¿Es utópico que nuestros pibes puedan probarse en un club de fútbol sin que les saquen la tarjeta roja un minuto antes de entrar a la cancha?
Lo mismo habrán pensado de Douglas Quaid, el día que llegó a Venusville.
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