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Por Alberto Morlachetti
(APE).- El centro de nuestra atención es el significado de la experiencia vivida por esos niños y adolescentes que representaron una parte significativa de la fuerza de trabajo urbana y que se constituyeron en elementos esenciales para la sobrevivencia de sus familias. Sin embargo una vasta mitología alimenta los imaginarios sociales de una infancia supuestamente protegida a pesar de que los ponientes muestran las siluetas difusas de una infancia tiritando lejos de los tiernos abecedarios.
El trabajo es para Marx “la condición básica y fundamental de toda vida humana”. Podemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre -dejando atrás el reino animal- y ha devenido condición humana. Sostiene “que la combinación del trabajo productivo con la enseñanza desde una edad temprana es uno de los más potentes medios de transformación de la sociedad actual”. Era la época en que la teoría y la práctica, el cerebro y la mano, el estudio y el trabajo debían acortar distancias. Este es el hilo del que tira Marx.
Legitima la tendencia de la industria moderna a incorporar a niños y jóvenes, aunque bajo el régimen capitalista -sostiene- ha sido deformada hasta llegar a ser una abominación. Marx pensaba en una jornada de 2 horas para los niños con las protecciones jurídicas necesarias para que el trabajo sea un goce y no martirio. Tenía -además- una exigencia insoslayable de luchar contra toda forma de perversión que se de en el ejercicio concreto del mismo.
No discutimos, entonces, la valía axiológica, la esencia ética y la potencialidad humanizadora que tiene el trabajo en los procesos de humanización de la especie. Pero humanizar -escribe Alejandro Cussiánovich- significa que las condiciones en que se realice lleguen a ser compatibles con el ideal de sujeto, de persona, con el proyecto amplio de vida digna. Hablar de humanizar -entonces- implica el reconocimiento del valor del trabajo como goce de un derecho y que no sea -paradojalmente- negado en su ejercicio. El Capitalismo hace imposible el goce y transforma el trabajo en una existencia lacerante.
Rousseau escribe que el entendimiento humano viene a través de los sentidos, la primera razón del hombre es una razón sensitiva, y de este modo los primeros maestros en filosofía son nuestros pies, nuestras manos, nuestros ojos. La mirada de los niños sobre la miseria de sus padres, sus hermanos, todos los sentidos sin parpadear en un cuarto de conventillo, que era dormitorio, comedor, cocina y patio, mientras la Singer jadea en el fondo, y la pantalonera trabaja por pieza.
Cuando escribimos de los niños pobres, de los de carne y hueso, la pobreza deja de ser apenas una temática objeto de estudio, de la estadística, de cifras. Estos referentes adquieren geografía humana, se revisten de los distintos colores de la piel, de las desigualdades sociales y de género, del olor y talla del hambre. Niños y padres domiciliados en la penuria de los inquilinatos, en esa pobreza que golpea las razones de la esperanza, de la fiesta, del juego, la que hace que Aníbal Latino escriba en 1886 “los filósofos trataron de pedirle a la propiedad su fe de bautismo con el objeto de averiguar hasta qué punto era hija legítima del derecho y la equidad”.
Los médicos higienistas, “portadores del saber” de aquellas épocas -hijos primogénitos de una sociedad que devino insensata- dirán que el conventillo engendra seres anormales o de pocas luces que son los hijos de los inmigrantes o nativos que se despedían rápidamente de su infancia para ingresar a la manufactura o se incorporaban masivamente a los oficios callejeros.
La primera pauta que fijó el trabajo-industrial en nuestro país fue una mano de obra inferiorizada, que era aportada por la mujer y el niño. La prensa de las organizaciones obreras -anarquistas y socialistas- consideraban esa fuerza de trabajo como un instrumento de los patrones para abaratar los costos de producción. Defendían un lugar de equidad salarial para la mujer y el niño, que tenían un estatuto de minoridad respecto del hombre adulto.
El trabajo femenino, aún con las mismas horas de trabajo, valía apenas la mitad y la de los niños no llegaba al 25 por ciento del salario de un trabajador adulto. Ya a fines del siglo XIX, observa Panettieri, basta echarle una mirada a los diarios de la época para dimensionar el negocio que significaba la demanda de trabajo infantil para la industria. José Ingenieros reconocerá en 1895: “Esos pequeños obreros que por su corta edad son menos retribuidos que sus padres”. Emilio Troise escribe en 1906 que el régimen asalariado necesita brazos en condiciones tales que permita a los industriales sostener la competencia. Sucede, entonces, que “los hijos y esposas desalojan al padre de las fábricas”.
Nietzche manifestaba que “necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber”. La minimización o el silencio de la incidencia del trabajo de los niños en la manufactura a fines del siglo XIX y principios del XX, tenía como objeto desviar la mirada de la fábrica, del taller, del trabajo a domicilio para invisibilizar la explotación infanto-juvenil que permitía maximizar las ganancias. Pero es difícil escribir olvido en las líneas de una mano donde la lectura del pasado no solo es tarea de nigromantes, sino de reconstrucción permanente de una historia sitiada por las necesidades del presente que nos dice del penoso aprendizaje de los niños.
La determinación del número de niños y adolescentes que trabajaban en los centros urbanos es difícil de establecer, escribe Ricardo Falcón, “no solo por omisiones y faltas censales, así como la variabilidad de los criterios empleados en las estadísticas de un censo a otro, sino principalmente por la clandestinidad que en muchos casos tenía el trabajo infantil”. Pero si bien es difícil su mensura, los datos de la prensa obrera, mucho más fiables que las publicaciones de prestigio, y la de los propios empresarios (gráficos) que, ante el proyecto presentado por Alfredo Palacios en 1906, se dirigen a la Cámara de Diputados de la Nación para expresar su preocupación ante la ley, manifiestan “que la jornada de seis horas para varones menores de 16 años y mujeres de 18, no rige en ninguna parte. Hasta ahora no hay nación que haya llegado a semejantes extremos (...) y no vemos en virtud de qué razón la República Argentina habría de lanzarse en tales innovaciones si ello ha de tener como consecuencia inmediata e inevitable la ruina de numerosas industrias”.
Lo cierto es que la mayoría de nuestros historiadores no le dieron entidad suficiente al trabajo infantil. No obstante en el censo de 1895 más de la mitad de los jóvenes de 15 años figuran con alguna ocupación y los testimonios de nuestros abuelos -esa memoria carnal que nos da “el tono o el ritmo cardíaco de aquellas vidas”- nos permite saber que el empleo de niños trabajadores estaba generalizado en la manufactura: las infancias reales se inscriben en otras memorias.
En la fábrica de sombreros fundada en 1885, los pequeños de 8 a 12 años, trabajaban con agua caliente en jornadas de 12 horas, percibían la cuarta parte de lo que se le pagaba a un obrero adulto. Mientras “respiraban el pelo que se desprende de las pieles”, denunciaba el diario La Vanguardia en 1901, “expuestos a las intoxicaciones mercuriales y arsenicales, ponen los brazos en agua hirviendo” y extinguían sus vidas en los sombreros de “ala ancha”. Esas muertes que quedan en algún territorio de la memoria yacen marchando al son de las fronteras invisibles entre pasado y presente o simplemente, “marcan el paso inmóvil en el borde del mundo”.
En 1907 la industria del vidrio utiliza un número elevado de criaturas, de cinco fábricas visitadas se obtienen las siguientes cifras: 784 hombres, 30 mujeres y 354 niños. En las imprentas el número de niños es elevado sobre todo en los oficios de ponepliegos, intercaladores, cosedores, encoladores y dobladores.
Treinta y dos fábricas de alpargatas en 1907 empleaban 698 hombres, 739 mujeres y 124 niños. Lo mismo sucede en las fábricas de fósforos o refinerías de azúcar. Aquellas empleaban gran cantidad de mujeres y niños. En cuatro establecimientos de la Capital Federal el 33,16% eran chicos. En tres fábricas de Avellaneda, el 69,83% del personal pertenece al sexo femenino, la mayoría menores de edad. Las niñas que trabajaban, algunas apenas alcanzaban los 7 años, donde las jornadas de 12 horas minaban sus cuerpos. Las fábricas de bolsas empleaban niñas de 6 a 7 años de edad, siendo comunes las jornadas de 10 a 14 horas.
“Son los pequeños mártires que caen olvidados a lo largo del camino. Se van como han venido, como se han criado, como han sufrido, resignados y mudos. Sin protección en esta tierra ni del Estado ni del legislador ni del particular” decía ya la militante socialista Gabriela Coni, en el diario La vanguardia de 1902.
Las inspecciones realizadas en 1907 por el personal del Departamento Nacional del Trabajo nos informa de las condiciones en que trabajaban 9972 mujeres y menores fuera de los talleres: 7661 eran mujeres adultas, 2307 eran niñas y adolescentes menores de 18 años. Las niñas madres los niños hombres cocían una camisa en una hora catorce minutos si tenían máquina de coser y a mano tardaban catorce horas diecisiete minutos en la opacidad de los conventillos, camisas que se cambiaban por unos pocos pesos. El trabajo temprano redujo a metáfora la vida de miles de niños que despertaban adultos con el futuro incompleto.
Un informe del Departamento Nacional del Trabajo de 1910 da cuenta de que de 198 establecimientos dedicados a la industria del calzado la cantidad de obreros ocupados es de 2516 hombres, 352 mujeres y 257 menores de ambos sexos de 10, 12 y 14 años de edad. Observa Panettieri, que dicha cantidad constituía sólo la tercera parte de los ocupados en esta industria, puesto que los dos tercios restantes trabajaban a domicilio que era “la explotación más funesta porque se extiende a toda la familia obrera”, debilitaba el movimiento obrero: los dispersaba, entorpecía la relación entre los trabajadores, tan necesaria para la organización.
La siesta convencional de los tiempos -que relataron los hacedores de historias- se sobresalta como si el sueño hubiese estado hecho de pesadillas. El periódico “El Obrero”, a comienzos del año 1890 manifestaba que con visitar cualquier establecimiento industrial, podían hallarse “pobres criaturas de 7 y 8 años”, empleadas como aprendices, que nunca aprendían nada porque el trabajo era “monótono, mecánico, eternamente repetido”. Trabajando 12 a 14 horas, “desde las 6 de la mañana hasta las 8 o 9 de la noche“. El mismo periódico aconseja observar en las “trastiendas de las modistas”, donde innumerables “niñas pálidas, flacas, anémicas, de 6, 8 y 12 años” están toda la vida, “durante 12 y aún 16 horas del día; día tras día, semana tras semana, año tras año, haciendo el mismo trabajo, mecánicamente, estúpidamente“. Como un poderoso sistema de grilletes puestos a la curiosidad, a la indagación, a la novedad. Niños como “poemas póstumos” que haría que Sylvia Land en 1942 relatara perturbadoramente en otras geografías: “La historia de la era industrial a lo ancho de Europa es la historia del martirio de la infancia”.
Bialet Massé en su Informe de 1904 anota que el abuso de los aprendices estaba generalizado en la mayoría de los centros urbanos: “Los talleres de herrería y carpintería de Rosario, como los de Tucumán presentaban el abuso máximo de los niños, hay un verdadero exceso de aprendices a los que se hace trabajar como hombres”.
Los periódicos obreros aportan ejemplos de las tentativas de huelga de mujeres y niños ante un trabajo que “los consume lentamente hasta acabar con ellos” como denuncia el periódico El Sombrero que expresaba la organización sindical en 1906. Pero esos intentos fueron rápidamente disueltos, el trabajo de los niños se realizaba entre “cachetadas y puntapiés” de los capataces o se amenazaba con la pérdida del trabajo de las criaturas. Los niños tenían la responsabilidad de llevar la paga a sus familias, aunque les “falte espaldas para anochecer”. En 1904 en la fábrica de chocolates Saint Hnos. los obreros imponen la prohibición absoluta de castigar corporalmente a los aprendices. Sólo en Capital Federal (censo 1887) trabajaban 12.512 niñas y 8.646 niños. Los números decían que había 104 especialidades de trabajos infantiles.
El 1º de mayo de 1890 los trabajadores celebran por primera vez el Día Internacional del Trabajo. Acto celebrado en Buenos Aires en el Prado Español, entre las organizaciones estaban la Sociedad Internacional de Carpinteros, la Sociedad de Tipógrafos Alemanes, la Sociedad Cosmopolita de Oficiales Sombrereros, la mayoría de origen anarquista quienes reclaman entre los principales puntos la jornada de 8 horas, la “prohibición del trabajo de los menores de 14 años y reducción a seis horas de la jornada de trabajo para los niños de 14 y 15 años.
Alfredo Palacios en los debates parlamentarios de 1906 denunciaba que “un sistema brutal les arranca los juguetes de las manos para arrojarlos al taller”. Para agregar la justicia no la caridad. “La caridad empequeñece, humilla, marca, según la expresión de Anatole France, con un sello la antigua iniquidad y contribuye a que el hombre no tenga más que media alma”. Manifestaba que había que legislar a favor de las mujeres y de los niños “sin los cuales no hay idea posible dentro de la tierra, sin los cuales la vida no vale la pena de ser vivida!”.
Epílogo
Cien años después la niñez ha dejado de formar parte del imaginario de la nación, ha perdido su significación y su belleza como elemento social renovador del presente o del futuro. Ha perdido su lugar de privilegio cuando vemos que su hambre anda “lejos de mi sufrimiento”. Los niños oscilan entre discursos que reivindican sus derechos y la vida real que se los niega en barrios contratados “por tristezas rabiosas” donde dejan caer sus almitas descalzas. El crimen no comienza cuando los tres niños le ponían “el pecho al amanecer” en el barrio Las Flores de Rosario y robaban a un repartidor el 18 de Julio de este año -restando hambre- dos mortadelas, dos salamines y una horma de queso. El crimen comenzó cuando desocupaban a sus padres.
"En la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación Nazi de la parte checa de Checoslovaquia, la pequeña Fortaleza de Terezin se convirtió en una prisión de la Gestapo y el Gran Fuerte (el pueblo de Terezin), en un ghetto judío y estación de tránsito hacia los campos de exterminio en el este".
"Para los judíos desplazados, el ghetto de Terezin era un lugar de sufrimiento, pero también de resistencia: un valor casi inimaginable, autosacrificio y lucha incansable para intentar salvar aunque fuera a algunos pocos del genocidio".
"El Museo Memorial de Terezin se ha dedicado a hacernos recordar los planes criminales del Nazismo, a hacernos proactivos en la lucha contra el resurgimiento de los grupos de extrema derecha, neonazis y nacionalistas, a honrar a los salvadores y a todos aquellos que se resistieron al Holocausto, así como a conmemorar el sufrimiento de las víctimas".
Los extractos pertenecen a un folleto turístico que se entrega a los visitantes de Terezin, Checoslovaquia.
A mediados de los 70, el Museo Memorial de Terezin mostró al mundo, mediante una exposición itinerante, los dibujos y pinturas de los niños de ese ghetto y campo de prisioneros.
Cuesta creer que inmersos en esa cotidianidad atroz de dejar de ver, repentinamente, a alguno de sus padres o familiares, aquellos niños podían volar con su imaginación hacia una tierra sin mal, y plasmarlo con lápices, pinceles y colores, sobre un papel.
Hoy nos duelen los niños de Beirut, arrancados de sus casas, sepultados bajo el cálculo frío de los nuevos nazis. Nos duelen esos niños sin nombre, convertidos en simples "daños colaterales".
En esta hora aciaga, tal vez alcance la risa de los niños judíos de Terezin, para que ellos no se sientan tan solos.
Tal vez puedan los dibujos de los niños de Terezin abrigarlos, envolverlos, protegerlos de los nuevos bárbaros.
Tal vez puedan ellos, los de Terezin y los de Beirut, enseñarnos a salir del infierno a tantos hombres tristes. Enseñarnos a volar.
Por eso los pibes se mueren antes de los dos años en Misiones, porque la condena está escrita contra aquellos que son hijos del amor de los que nacieron en estas tierras rojas, donde crecen los pinos y no la gente.
No se trata de enfermedades estacionales ni de brotes fantasmales del pasado, sino del resultado de una historia de saqueo que golpea más fuerte contra los más débiles, los bebés de las mayorías, allí donde los pinos son más importantes que la gente, según la denuncia de un profeta.
Fuentes de datos: Diarios La Capital - Santa Fe y Territorio Digital - Misiones 19-07-06 / Revista “Caras y Caretas”, julio de 2006
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