El protocolo y la calle criminalizada

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Por Mariano González

(APe).- La palabra seguridad se ha vuelto un espectro vacío. Utilizado de manera maniquea por los hilos del poder, más lleno de violencia que de cuidados. La Ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, se reunió la semana pasada con sus pares provinciales para dar forma al protocolo de actuación en las manifestaciones públicas. En esta línea, la noción de seguridad queda supeditada a que ningún actor social se manifieste libremente, transformándose además en la madre del gatillo fácil. La Seguridad otra vez no será educación, ni salud, ni pan, techo y trabajo; sino la libre circulación.

Tal vez desafiar calendarios simétricos, esquivar agujas en relojes caprichosos y hacerle cintura a la retórica electoralista sea un acto de rebeldía. Evitar las rupturas cronológicas y unir los tiempos políticos prescindiendo de los calendarios de arriba. Las políticas represivas se vienen agudizando en los últimos años, producto de un ajuste en curso en el contexto de una crisis mundial. Y los años de bonanza, traducidos en consumo han ido en desmedro de la formación de una conciencia política. En este escenario, la derecha agudiza el ajuste y prepara un blindaje en las calles, consolidando las políticas represivas.

Ahora, que los otrora oficialistas trastabillan con la ley antiterrorista; ahora que en las manos que tejen futuros todavía duelen los petroleros de Las Heras condenados y estigmatizados por cadena nacional. Ahora que todavía se oyen los ecos de los Qom golpeados y expulsados de la 9 de julio; que las víctimas del gatillo fácil y del algo habrán hecho deambulan en las noches soñando justicia.

Ahora que el camino está minado de una normativa criminalizadora para los que ponen el pecho al ajuste, miles de luchadores esperan Milagros imposibles ante el silencio de su conducción.

El recrudecimiento de las políticas represivas marca una profundización, una continuidad y no una ruptura en cuanto al accionar de las fuerzas de seguridad, que poco a poco van blindando el ajuste en curso.

La distancia se presenta siempre como un problema: el que se manifiesta siempre es otro, el negro, el vago, el violento, el villero, el vecino. En suma, siempre El Otro. Nunca uno reconocido en los laberínticos otros. En tiempos donde el relativismo posmoderno es la única y, paradójica, verdad, donde los escribas del poder se perfuman de exégetas de La Realidad. En tiempos en los que la ficción construida cuidadosamente y sembrada dentro del sentido común, estructura el mundo de lo real, la farsa de la búsqueda de un orden para favorecer la circulación por calles y rutas oculta la abolición del derecho a la protesta. Derecho, éste, que gesta en un vientre colectivo otros tantos derechos fundamentales conquistados al calor y al dolor de la lucha en las calles y que sólo podrán ser paridos en conjunto. La instauración de un sentido común disociado, asocia el caos vehicular a la protesta social, siempre desde una ajenidad: desde una insalvable distancia. Y es que así, el corte de calles y rutas es el único problema del cual vale la pena ocuparse y no de las causas que lo generan. Los atascos en el tránsito permanecen sujetos a la protesta social, nunca al recurrente triunfo del nacionalismo vestido de selección nacional, cuando los fanáticos se abrazan alrededor del fálico obelisco. Nunca al Rally Dakar, que en sus negociados invade y vulnera territorios ancestrales, y ocupa las principales avenidas y sus arterias. Nunca habrá cinco minutos de tolerancia para las cacerolas, ni los paraguas recibirán ultimátums. Porque el caos vehicular lo genera el Otro, el negro, el vago.

El caos es ese Otro que cuestiona y construye futuros en el presente y no el que acepta pasivamente las promesas de porvenires improbables.

Aprovechando y alimentando esto, Bullrich presentó el protocolo mediante una resolución ministerial, poniendo la circulación por encima del derecho a la protesta. Amparada en el artículo 194 del código penal, redactado durante el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía, cercena no solo derechos fundamentales, sino la labor de los trabajadores de prensa, quienes tendrán designado un espacio por las mismas fuerzas de seguridad, lo más lejos posible de los hechos, lo que favorecerá la impunidad en el accionar de las fuerzas represivas.

El protocolo se abalanza como una amenaza, como un presagio de las balas por venir (las cuales no están taxativamente prohibidas en el protocolo). Como un deja vú de las que pasaron silbando rojo en el Indoamericano, en Merlo, en el Borda, en Andalgalá. Ahora sí, los verdugos serán jueces. Vomitaran plomo sobre peligrosas gorras, sobre los rostros negados, sobre díscolos saltos con ritmo de arrabal.

El plomo silencioso volverá a romper la quietud desde las manos de uniformados e infiltrados. Las capuchas, las gorras, los pasamontañas serán un crimen penado con la muerte, y esos rostros doblemente negados, conocerán el frío de los protocolos para matar.

En estos tiempos, el desafío será romper las distancias de los que no se implican en pos de una falsa distancia crítica. Eludir la elegancia intelectual y objetiva, saltar las vallas de un sistema que devora e intenta digerir hasta sus expresiones antagónicas, implicarse y salir a recuperar lo que aún no nos arrebatan: la verdad conquistada en las calles.

Edición: 3108


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