El paso de los hacheritos

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Por Mariano González - Fotos: Ana Laura Beroiz

(APe).- Es invierno adentro del rancho aunque el calendario indique lo contrario. Mientras se viste piensa en que sus pies no han descansado tanto como el resto de su cuerpo durante la noche. Los primeros rayitos de luz se apenaron de llegar tarde al ritual de los mates lavados de cada madrugada. Finalmente, tras contemplar un rato el jarrito verde, se alejó del rancho con el sol pesando en las espaldas para perderse en el quebrachal. Sus hermanos lo adelantan en pasos y años; él les mira las huellas, tan parecidas a las de su padre, quien de vez en cuando le susurra mensaje en el viento y que antes de que la tuberculosis lo consumiera del todo, le supo enseñar a desenmarañar esos mensajes del camino. El hacha en la mano ya no le pesa como los primeros días.

Mientras comienza a golpear al obstinado tronco, repasa las tablas de multiplicar, a ver si ahora el patrón sí le hace bien las cuentas y no le paga de menos como la última vez. Siente cómo lentamente se le van borrando de la cabeza los números y las tablas. Se reprocha por no haber aprovechado más las clases mientras pudo. Al tiempo que golpea la madera, intenta recordar algunas palabras en su lengua que le aquieten el cansancio, como le enseñó su abuelo. Nota cómo poco a poco también se le esfuman entre las manos y ahora maldice a la escuela por prohibirle caminar su lengua. Nuevamente los recuerdos lo llevan hacia los ojos de su hermana, que se fue antes de adivinar las manos ásperas de las abuelas sobre sus mejillas. Los pensamientos lo distraen pero el grito del capataz lo devuelve al trabajo; la agonía de la sed no afloja y el sol los mira como pidiéndoles perdón por tanto ardor. La jornada se va diluyendo y el patrón parece que hoy tampoco va a aparecer para el pago.

Los pasos de los hacheros dejan el largo camino de tierra e ingresan en el pavimento que los desconoce para rogarle la paga al patrón que tras las altas rejas y largas cuentas esboza una clase de economía para finalizar diciendo que hoy tampoco habrá paga, aunque promete que pronto la habrá, que los mercados ya se acomodarán y que falta poco para que llegue el tan mentado derrame. Ni siquiera ofrece su vehículo para llevar al más viejo de los hacheros al hospital para que le vieran ese dedo que hace varios días un tronco descolocó de lugar.

Esta vez el retorno al rancho demorará un poco más; de camino a casa rodearán al río para ver si deja ofrendas en sus lanzas. Las aguas crecidas son un bálsamo don deverse mirar por entre la ceguera del mundo. La pesca comienza y el sol se esfuerza por no abandonar la lucha de estos niños que disfrazados de adultos se lavan las lágrimas entre tanta agua. Recuerda a su abuelo narrar los días de abundancia de bagres y dorados sintiendo la nostalgia de su raza.

La noche ya se sacude los bolsillos y derrama sobre el manto de negrura las estrellas que lo verán regresar al rancherío. Vuelve silbándoles su cansancio a los perros mientras un gato colgado de una rama intenta arañar al viento. Regresa con aroma de río y dos pescados al hombro. A lo lejos un llanto se hace piedra en el camino. Reconoce que es el gemir de su madre, pariendo nuevamente en la cama que las abuelas improvisaron porque el hospital esconde sus manos cuando ellos llegan. Sigue caminando mientras les ruega a los dioses del monte que esta vez la piel de su hermana no se confunda con el hueso.

Ya divisa a lo lejos el ranchito que se agiganta a cada paso. Regresó, junto con la noche; la tierra dio su rodeo y nadie lo notó, tampoco nadie lo vio a él. Dejó reposando el hacha sobre el árbol, como amigándolos después de tantos golpes. Entregó a sus hermanitos los retoños del río y se desplomó sobre el tronco roído que hacía las veces de sillón. Antes, rescató lo que quedaba de combustible en la vieja botella de plástico para cargar un grupo electrógeno que dará más ruido que energía. La televisión lo distraerá un poco, piensa para sí. La enciende y reconoce a varios políticos discutiendo sobre los índices de la pobreza, afirman conocerla bien aunque sus trajes no exhalen barro y transpiración.

Mastica un poco de coca para engañar al estómago y piensa en lo extraño de los números, siempre queriendo reemplazar a las personas y en lo extraño de las personas, siempre rezándoles a los números; vuelve a recordar al patrón y su explicación por un breve instante. Sigue atento las noticias y se alegra de los anuncios de su país sobre las impresionantes cantidades de alimentos que produce y casi llega a sentir orgullo.

Agradece que las cifras de la pobreza no le muerdan los pies a los suyos y se lamenta por los que sí engrosan ese bajo porcentaje de pobres. Finalmente, se decide a acomodarse para dormir, ya es tarde y tal vez mañana el patrón sí pague o el río traiga entre sus pliegues algo de vida en lugar de tanta muerte. Se desvanece la jornada entre sus párpados y se sumerge en el recurrente sueño de guardapolvos blancos y autitos de carreras aunque despertará floreciendo rojo en el algarrobal, despistando al otoño.

 Edición: 2934


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