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Por Silvana Melo y Claudia Rafael
(APe).- El mundo se ensombrece ahora. Se corre como fuego un apagón de la esperanza.
Las democracias malogradas, con fallas sistémicas, generaron su propio Leviatán. Sus monstruos inmanejables que las devoran en un giro fatal.
Trump es un leviatán. Milei lo es. El mundo está infestado de monstruos crecidos de democracias fallidas, descompuestas en microdictaduras de ultraderecha. El mundo comienza a volverse una cueva sombría que parece una copia tembleque de aquel mundo de un siglo atrás. Cuando otra democracia desesperante esbozaba una incipiente tragedia secular. Adolf Hitler fue votado por el pueblo alemán.
La democracia que cumple en un mes cuarenta y un años prometía de boca del flamante presidente que con ella se curaba, se comía y se educaba. No sucedió y los cuarenta años quedaron atrapados de una promesa incumplida: mientras el neoliberalismo no tuvo vergüenzas en privatizar lo más preciado, aumentar la pobreza y reducir el empleo al mínimo, el progresismo del baile y el sol maravilló con discursos de derechos y creación de consumidores sin conciencia que, al mínimo inconveniente, daban la espalda. El problema es que los derechos, para los más castigados por un capitalismo atroz que nadie tuvo intención de tocar, casi nunca se volvieron palpables. Porque el progresismo no transformó. Maquilló, reformó, pintó la fachada. Inventó planes para Pro Crear, para Progresar, pero no cambió vidas de raíz. No generó empleo genuino, no revolucionó, no tuvo el coraje de hacerlo.
Los destinatarios de los derechos sin determinaciones reales recibieron planes con rabia. Y lo hicieron saber. Los consumidores sin conciencia también. El progresismo cool y pusilánime sufre las consecuencias de su propia cortedad.
El mundo se oscurece.
La Argentina ya sufre un apagón y la térmica le saltó al progresismo lábil. En el Norte todopoderoso le llaman woke. Que parece ser el responsable de todos los males del mundo. Acaso por discurso insuficiente, fraudulento por nunca llegar al hueso.
Hoy hay una exhibición gozosa de la crueldad, define Martín Kohan en entrevista con Ana Cacopardo. Y de alguna manera, esa exhibición es la máxima expresión de prácticas aceitadas en las últimas décadas para esmerilar la exclusión de sectores cada vez más amplios de la población.
La ostentación de los crueles ha llegado a decibeles exorbitantes sin que las víctimas sostenidas de esa perversión encuentren capacidad de reacción. Tal vez esa misma inacción es lo que envalentona a quienes se sienten dueños y señores de una torta cada vez más fastuosa de la que apenas sueltan unas pocas migajas. Ya no se trata sólo de la expropiación de la fuerza de trabajo sino de la expropiación de la vida misma.
La historia de la humanidad ha tenido oleadas y vaivenes con preminencia mayor o menor de expropiadores de vidas y de sentido. Este tiempo presente se fue acunando a lo largo de décadas y el huevo de esta serpiente que hoy despliega su veneno y lo inocula sin mezquindad fue custodiado y preservado por progresismos tibios que hicieron promesas de un bienestar que se mantuvo en el plano discursivo en muchos casos y que entregó más migajas y ofreció un mejor confort pero que no implicó transformaciones de fondo.
Ver hoy un mapa de las derechas europeas implica asistir a las exequias de un mundo que ya no es. Con una mansedumbre pasmosa grandes mayorías han avalado con su voto decisor el crecimiento del poder de quienes, como una burla feroz, le espetaron en la cara que casi con orgullo debían renunciar a todo aquello que por el simple hecho de ser humanos nos pertenece por derecho propio.
Hoy el mundo se oscurece. Parece haber una mitad de la humanidad que adscribe jubilosamente a discursos odiantes, que practica el desprecio del otro, que es migrante y humilla a los migrantes, que es pobre y rechaza a los pobres, que cultiva el egoísmo y la individualidad, que descree de los proyectos colectivos, que tiene armas y está dispuesta a usarlas. Parte de esa media humanidad cercana que estuvo dormida en su perversidad y los leviatanes la legitimaron y aquí está. Endurecida en las redes sociales y, a veces y cada vez más, en la calle.
Pero el progresismo del baile y el sol había enseñado que no se podían criticar las joyas de la abuela recibidas como herencia intocada. La educación y la universidad públicas, por ejemplo. Aunque se las viera decaer. Aunque los niños empobrecidos no tuvieran las mismas oportunidades de aprender que los más ricos. Aunque no entendieran lo que leían. Aunque no pudieran resolver una regla de tres. Simple. Sin embargo, el progresismo inoculaba el miedo. Criticar era poner la cabeza en la guillotina. En los primeros años de la democracia, era miedo a los militares. En estos últimos, miedo a la derecha. Que finalmente aterrizó, de la manera más horrenda, en su versión más berreta y más cruel.
Y ahora es tarde.
El leviatán está acá. En el norte. Y en gran parte de Europa.
Y habrá que aprender a resistir.
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