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(APe).- En 1942, Simone Weil escribía: “El amor por nuestro prójimo, cuando es resultado de una atención creativa, es análogo al talento”. Ciertamente no estaba pensando en términos artísticos cuando lo escribió.
El retrato del hombre desgreñado -escribe John Berger- con el cuello de la camisa torcido y unos ojos que no parecen protegidos por ningún ángel guardián, necesita de esa “atención creativa”, ese “talento” al que hace referencia Simone Weil.
Fue a las ocho de la mañana del lunes 20 de septiembre cuando encontraron muerto a Virgilio Saucedo -un cartonero de General Rodríguez- provincia de Buenos Aires. Dicen que, cansado de coser horizontes de cartón para sus sueños, dejó de pedalear angustias en el Barrio FONAVI, se bajó de su bicicleta, se sentó sobre las vías del ferrocarril, deseando que el próximo tren fuera el suyo. Y allí estaba Virgilio, con su doloroso tiempo detenido, con la mirada fija en un calendario sin tiempo.
Su alma no pudo descubrir un respeto por su vida. Ni siquiera el “talento” de algún prójimo. La belleza que esperaba encontrar significaba dar la espalda a la mayor parte de la piedad oficial. Esa mirada atravesada por trenes desbordantes de riqueza que siempre pasaron de largo por su vida. Dicen que fue suicidio, quizás hayan sido unas cuántas palabras dichas al viento para legar un mensaje -que se diseminara de inmediato- como lo hacen los mártires. Bien dicen que la renuncia es el viaje de regreso del sueño.
Es difícil discernir si la vida -con su intensa crueldad- es menos dolorosa que la muerte. El suicidio es una muerte demoledora que se impuso en esos ojos de cartones hilvanados de Virgilio. Los que siguen padeciendo de los mismos males en esta tierra, seguramente lo reconocerán -dice Olga Orozco- como mensajero de un país abismado con el mundo, bajo las altas sombras de su frente.
Fuente de datos: Diario Acción de Gral. Rodríguez y región 27-09-04
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