Hace 22 años la arrojaron de un tren con su niño

El martirio de Marcelina Meneses

Tenía la piel oscura y el cabello crespo, inflamado por la humedad. Los escuchó como todos los días. Hasta que sintió el empujón. Y la vida se cortó como una llamada, cerquita de Avellaneda, a pasos de la estación que todavía no se llamaba Darío y Maxi.

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Por Silvana Melo

(APe).- Boliviana de mierda. Resonó en medio de los ruidos del tren y de las voces caniculares del 10 de enero. El calor goteaba en el hacinamiento del vagón del Roca. “¿No ves dónde caminás?”. El grito serpenteó por los cuerpos de ese verano de 2001, cuando la crisis más dolorosa acechaba en cada hambre de cada calle.

Marcelina Meneses había amanecido alérgica y se tomó el tren con Joshuá, su cachorrito, en la espalda. Llevaba bolsas y quería llegar al Hospital Fiorito, en Avellaneda. Tocó, con las bolsas o con su niño de pelitos chuzos, a un hombre que le gritó ese puñal que la lastimaba todos los días. Boliviana de mierda. Y volvió a escuchar la monserga cotidiana sobre los bolivianos y los paraguayos y el trabajo que les arrebatan a los de acá.

Tenía la piel oscura y el cabello crespo, inflamado por la humedad. Los escuchó como todos los días. Hasta que sintió el empujón. Y la vida se cortó como una llamada, cerquita de Avellaneda, a pasos de la estación que todavía no se llamaba Darío y Maxi porque todavía no los habían asesinado. En un día feroz, un 10 de enero de 2001 cuando todavía no era el día de la Mujer Migrante porque se fijó en el calendario diez años después a partir de ese empujón que les arrancó la vida a ella y a su bebé. Tan niño todavía con el pelito negro y chuzo y los ojos grandes, tan grandes como para acaparar el mundo.

Hacía cinco años que Marcelina Meneses vivía en Ezpeleta. Se había ido de Bolivia buscando otra vida para sus hijos. Con su Froilán albañil, con su Jimena, que nació con una deformidad en la cadera. Con Jonathan David, de tres años. Con su Joshuá cargado en las espaldas. Sola se subía al riesgo de los trenes, corría el peligro del país que se cree blanco y se eriza ante la mezcla con la morenidad, salía todos los días a la tremenda aventura de la calle hostil ante sus sueños de chola transplantada.

Ese día se levantó alérgica.

Nadie le cedió el asiento en el Roca. A pesar de llevar a Joshua y una carga importante para la sobrevivencia en casa. Cinco años viviéndolo. Y no le sorprendieron los insultos racistas ni la indiferencia del guardia (“otra vez los bolivianos haciendo quilombo”) ni el reproche por el trabajo que no tenía pero lo mismo lo había arrebatado a los de acá.

Sólo los ojos de Julio César Giménez grabaron el empujón después de la agresión verbal. Sólo sus ojos eternizaron la caída y la muerte de los dos.

Después, la empresa Trenes Metropolitanos lo prepoteó para que no declarara. Lo extorsionó con leche para su merendero. Pero Giménez fue el único testigo entre el hacinamiento del vagón del tren Roca. Fue el único que desplegó en Tribunales el convencimiento de un crimen de odio racial y xenófobo.

Después, Froilán y su hermana, Reina, lucharon solos para que se supiera la historia verdadera de Marcelina. Porque la justicia no fue justa, como tantas veces. Porque no hay culpables por las dos muertes.

Y es Reina, con todo el peso de la monarquía brotada de la discriminación más profunda, la que dirige el Centro Integral Marcelina Meneses en Ezpeleta. Donde era su casa. Donde se despertó alérgica el 10 de enero de 2001. De donde salió para el Fiorito con Joshuá.

Y quedó trunca en las vías, sin justicia.

Sólo con el Día de la Mujer Migrante dispuesto diez años después para todos los 10 de enero de su martirio.


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