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Por Claudia Rafael
(APe).- En estos crudos tiempos en que el capitalismo busca cambiar de cara, las víctimas se repiten como las piezas de un dominó que van cayendo derramadas sobre el asfalto. Son sistemáticamente las mismas. En un engranaje feroz que las devora y que tiene particular avidez por ellas. Las pibas como Navila o Cielo, de 15 y 18. Pibas a las que se entierra como un perro, se mete en bolsas negras como la basura, se parte en mil pedazos para que el río sea su última y fugaz morada.
La mitad de pibes y pibas de la edad de Navila o Cielo son pobres. Y son, las pibas, las nadies para ser victimizadas, abusadas, explotadas, violadas, castigadas, torturadas, olvidadas. Las pibas, como las gotitas de resistencia ante los propietarios de este mundo que se asumen propietarios de sus cuerpos. Las que gritan no o las que no alcanzan a gritar nada porque la vida las fue deshaciendo antes en hilachas de dolor o angustia. Las que se plantan o las que sueñan en plantarse pero no pueden porque hay un aullido helado que se les queda clavado en la garganta para siempre.
La maquinaria feroz las sigue devorando. A ellas. A las Navila o las Cielo, de 15 y 18. Las desaparece. Las quita del medio. Y después, en un pase de magia que no es magia sino el ardiente horror de los marioneteros perversos, las reaparece sin latidos. En Plottier o en Chascomús. En la calle, en el río o en el fondo de un patio, donde el fango todo lo tapa. En la gran ciudad o en el pueblo en el que se simula que nunca nada ocurre. Luego la sociedad que aceita la crueldad con el morbo feroz replica los vastos abanicos de múltiples modos de morir y matar. Y sirve en bandeja de plata todo aquello que describe a la mala víctima. Entrega su cabeza a un falso cadalso que ya las toma inertes. Desdibuja sus historias a su antojo. A la piba que iba o no iba a la escuela. A la que se vestía con ropas más o menos cortas. A la que encajaba o no en los estándares construidos desde los medios o desde la cima de la hipocresía que señala con el dedo índice qué es el bien y qué es el mal.
Tenían 15 y 18 Navila y Cielo. Como podrían haber tenido 10, 14 ó 17. Hoy son el rostro de una pancarta que ayer estuvo ocupada por otra fisonomía. Más o menos morena. Más o menos rubia. Más o menos adolescente. Más o menos niña.
Alguien las vio. Alguien las escuchó. Alguien las estragó. Alguien las desapareció. Alguien las empujó al abismo. Alguien las hizo temblar de miedo. Y las puso al borde de todas las crueldades. Alguien que seguramente las conocía. Que las saludaba. Las atemorizaba. Les sonreía. Hasta que dejó de hacerlo. Alguien, que las transformó en las piezas temblorosas de un puzzle que vienen conformando niñas y mujeres desde hace demasiado tiempo. Niñas que vagan inermes por túneles o cavas, en zanjas o fosos oscuros. Quebradas, enterradas o ahogadas por la perversidad adulta. Una, dos, diez, cien, doscientas.
Y las otras. Las niñas hijas dolientes que quedan solas y deambulantes, porque la violencia femicida las dejó sin madre y sin padre porque ya no es padre quien estragó a sus madres.
Navila y Cielo tenían 15 y 18. Su tránsito vital fue cortado de cuajo. Y hay una sociedad que reacciona con angustia instantánea, con expresión de asco ante el detalle obsceno que repite una y otra vez desde las páginas o las voces mediáticas cómo fue, de qué manera, con qué herramientas, con cuál objetivo, con qué planificada metodología, con qué celeridad o con qué excitada lentitud.
Y fue Navila en Chascomús. Y Cielo en Plottier, en esas aguas que en los veranos se transforman en balnearios para el disfrute de los neuquinos. Pero también fue Angeles en un barrio porteño. Juana, en el barrio Cacique Moreno del interior chaqueño. Melina, en San Martín. Chiara, en Rufino. Candela, en Hurlingham. Lucía, en Mar del Plata.
En un mazazo de la cultura atroz que destina pibas a las máquinas picadoras de la condición humana. En estos días en que se discute otro rostro para el capitalismo feroz, ellas están ahí. En el mismo y exacto lugar. Al borde del abismo. Como juguetes que se usan y se tiran. Mientras los sueños se desvanecen.
Edición: 3947
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