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Por Claudia Rafael
(APe).- Los dispositivos de la memoria son múltiples e infinitos. Lo no dicho va abriendo grietas por las que, tarde o temprano, salta lo inesperado. Aquello que durante años funcionó bajo los mecanismos del “secreto” tiene –al decir de los psiquiatras Darío Lagos y Daniel Kersner- “efectos (des)estructurantes”.
El psiquiatra Alfredo Grande escribió que “la sexualidad es el placer ligado al cuerpo, y el cuerpo del abuso es un registro lacerante de dolor, terror, vergüenza y humillación. Nada más ajeno al placer. Los discursos justificatorios sobre los abusos tienen el eje común de culpabilizar a la víctima. Incluso negar que lo sea, en tanto se lo buscó. La sexualidad represora es la forma en que desde un adulto, o persona de evidente diferencia de edad o mayor jerarquía, se reprime la sexualidad de la víctima. Porque además del daño psicofísico, habitualmente permanente, también se lesiona la capacidad de generar placer en ese cuerpo lacerado”.
Esa tortura sexual –tal la denominación que le da Grande- existió siempre. Y es hija dilecta de la sociedad patriarcal. Atraviesa al sistema capitalista y a los estados supuestamente igualitarios. Esos en los que todos son iguales pero algunos son más iguales que otros, al decir de Orwell en Rebelión en la granja. Y en los que los vulnerables siguen siendo –de un modo u otro- oprimidos por quienes se paran uno, dos, cuatro escalones más arriba para otear al mundo con cierto aire de superioridad.
Hay silencios que hoy, sin embargo, se están rompiendo de las maneras más inesperadas. En un mecanismo que claramente es contagioso. Porque no es fácil, para ninguna mujer, para ninguna niña, decir “yo fui abusada”. Aún a pesar de saber que la inmensa mayoría de las mujeres, alguna vez en su historia vital, fue víctima de algún tipo de abuso sexual. Libros enteros podrían llenarse con las experiencias traumáticas de niñas y niños sometidos a los deseos perversos de algún adulto que ejerce el poder sobre ellos. Quien no haya tenido algún tipo de episodio, está invitada a arrojar la primera piedra.
Pero años atrás, entraba sin bombos ni platillos, en el macabro universo del “de eso no se habla”.
Por empezar, es un ejercicio del poder que atraviesa –con una pasmosa democracia- a todas las clases sociales y a las más variadas ideologías.
Pero la crucifixión, la tortura, el suplicio y el sacrificio en la pira del horror al que tantas niñas y mujeres han sido sometidas a lo largo de la historia provocan que por la fuerza muchas otras como ellas hagan oir su grito. Lucía Pérez, en Mar del Plata; Chiara Páez, en Rosario; Natalia Mellman, en Miramar; Lucila Yaconis, en CABA; María Soledad Morales, en Catamarca y tantas, tantas otras como ellas, son un espejo que sacude. Que eriza la piel. Que empuja a impedir con la voz y con el cuerpo la complicidad del silencio.
Porque se cuela, sin freno, en los sueños. Aparece disparada por un recuerdo que irrumpió desde los laberintos más oscuros. Aparece. Necesariamente aparece. En un movimiento brusco que sacude la vergüenza y entierra en pozos profundos la culpa macerada por los victimarios y por aquello que, el mismo querido Alfredo Grande llama cultura represora.
Y esas víctimas que se van sacando la culpa como andrajosos ropajes adheridos a la piel sienten, necesariamente un efecto sanador.
Fundamentalmente, cuando hermanan esa sensación de libertad de poner palabras a lo nunca hablado con otras niñas y mujeres como ellas. Porque la lucha colectiva es la que ayuda a cerrar las cicatrices. Y a entender que hay victimarios y victimarios. Que no es lo mismo un victimario con dinero que uno sin. Que no es lo mismo un victimario con sotana que uno sin. Que no es lo mismo un victimario con contactos mediáticos que uno sin. Que no es lo mismo un victimario con abogados bien pagos que uno sin. Y que tampoco es lo mismo una víctima que –a los ojos de buena parte de la sociedad- no parece tan víctima como otras. Porque sabe plantarse. Porque es seductora. Porque sabe elegir a quién desear y a quién no. O, simplemente, porque después de madurar y trabajar terapéuticamente durante años y años esa experiencia de abuso sufrida en la infancia, apunta el dedo y acusa; alza la voz y denuncia.
El ejercicio del silencio, como ocultamiento y como mandato, abona la connivencia con los victimarios. Lo verdaderamente sanador es el abrazo con el otro. La caminata junto al otro. La bronca junto al otro. La palabra enlazada con la palabra del otro. Que sólo así va tejiendo una telaraña que no es ya vestimenta de la mentira. Sino el cobijo imprescindible para los tiempos en los que ponerse en pie y caminar erguidos.
Edición: 3349
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