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Por Alfredo Grande
(APe).- En la década del 80 fundé la Cooperativa Atico. Con más precisión, el 1° de Mayo de 1986. Posteriormente a una reunión de los asociados, charlé con Gregorio Baremblitt. Uno de los fundadores de Plataforma, grupo que en los 70 se retira de la Asociación Psicoanalítica Argentina por insalvables diferencias ideológicas. Una de sus referentes, Mimi Langer, escribió un texto que ha sido brújula y estímulo: “no renunciaremos ni al marxismo ni al psicoanálisis”.
Con Gregorio mantuvimos una amistad implicada, o sea, con acercamientos, distancias, desencuentros tristes y encuentros alegres. Es un hombre sabio y no pocas veces a los sabios les cuesta estar siempre alegres. En esa charla, Gregorio me dijo: “estoy acostumbrado a ser el idiota del pesebre.” La frase me impactó tanto, que la tomé como título de un trabajo(1). Me sigue trabajando esa definición tan acertada. Un pesebre convoca lo que denomino la voluntad de adorar. Que es diferente del amar y del enamoramiento. En éste, la racionalidad queda abolida. Freud señala que: “no se enamoró porque es perfecto sino que lo ve perfecto porque se enamoró”. Y se enamoró porque el Otro (o la Otra) ocupa el lugar de su Ideal. El enamoramiento es una trampa vincular con una estadía breve y grata. Cuando se prolonga más allá de lo necesario, se transforma en un delirio erótico de peligrosas consecuencias. En la vida de pareja y en la vida política, no pocas veces demasiado cercanas, siempre implica desastres. El enamoramiento necesita dar paso al amor. En éste ya no hay perfecciones, sino predilecciones. No hay objeto único, ni media naranja, ni hasta que la muerte nos separe. Lo que separa es la vida, el objeto es el mejor pero hay otros, y las naranjas solo sirven para exprimirlas.
El pesebre
El pesebre es una metáfora de la adoración. Un enamoramiento permanente, constante, eterno. En el pesebre todos y todas adoran, sin borramientos de clase, ni de especie, ni de género. La adoración es un mandato que ha perdido hace siglos su fundamento deseante. La cultura represora ordena adorar al niño. Pero luego, sin aviso previo, ordenará matarlo. Y sin esperar demasiado tiempo, ordenará adorar al Padre. Pero no cualquier Padre. Solamente aquel que esté dispuesto a matar al hijo para mostrar sometimiento a la Orden Sagrada que viene de Arriba. De muy arriba. El pesebre organiza lo que denomino “pesebrismo”. Una de las modalidades de la cultura represora. Falta absoluta de pensamiento crítico. Mandatos ante los cuales hay que subordinarse sin demasiado valor. Sometimiento vivido como rebelde y abierta autonomía. Amor sin cafeína, ternura con el enemigo y crueldad con el compañero. La sonrisa ante el pesebre es clonada en una mueca de horror ante la mesa de torturas. Pero luego vendrá otra sonrisa despiadada. Sonreír y consentir ante aquellos que avasallaron el pesebre del niño y construyeron el aguantadero del represor. Adorar siempre es peligroso. Adorar el represor es suicida. Y homicida.
Masacres
El pesebre de los subsidios terminó en la masacre de Once, en la masacre de las inundaciones, en la masacre actual por la negligencia criminal de privados y Estados. Estoy escribiendo gracias a la batería de la compu y confiando en poder enviar este texto con el modem de mi teléfono celular. Estoy adorando a odiadas compañías, porque hay otras más odiadas todavía. ¿A quien odiás más: ¿a Personal, Claro o Movistar? ¿A Edesur, Edenor o Edelap? Pero no te olvides de los Entes Reguladores. En realidad, son absolutamente Entes, y nada regulan. Subsidios que son pagadiós de una decáda perdida en inversiones que como las golondrinas, ya nunca volverán. Sin embargo, desde el “en todo estás vos” del gobierno de la ciudad de los cada vez más pestilentes aires, hasta el “en la vida hay que saber elegir” del gobierno nacional, se insiste, se insiste, se insiste en que votar es adorar un poco. Millones tirados a los tachos de basura con ranura que algunos llaman urnas. El “furor votandis” no es una señal de salud democrática. Más bien es una parodia ridícula de lo democrático. Una especie de “débito democrático” análogo al conyugal, que establecía la obligación contractual matrimonial de las relaciones coitales, no necesariamente sexuales. Digo porque el placer generalmente ausente da cuenta que en la cultura represora la sexualidad también puede ser mandato.
Adoraciones sobran
Pesebre sobran, adoraciones también. Pensamiento único abunda. Hasta hace poco, algunos meses AP (antes de las Paso) el único pensamiento era la reelección. Una de sus adoratrices principales, Diana Conti. Ayer nomás un adoratriz subrogante, plantea que la Presidenta actual será candidata en el 2015. No sabe a qué, pero candidata. Un pesebre electoral se arma con mucho dinero y con absolutamente ningún escrúpulo. A esto algunos lo llaman Frente. Y cada dos años la resurrección de las boletas y las urnas tiene su advenimiento. Por supuesto, es mejor adorar urnas que picanas. Pero lo que es malo, pero realmente malo, es adorar. El amar y el odiar son necesarios. El amor pone lo que falta y el odio saca lo que sobra. Adorar es la idealización, origen de todas las guerras religiosas, políticas, deportivas. Soy bostero. Pero no adoro a Boca, y menos a “este Boca”. Lo amo por lo tanto debo criticarlo. En el pesebre no hay crítica, ni discrepancia, ni plan B, ni segunda opinión. Si la vaca muge antes de tiempo, es churrasco.
En la historia de los tiempos, los idiotas son todos aquellos que no escucharon cantos de sirenas, ni se encandilaron con la belleza de los ángeles. Los niños, los locos, las mujeres que no hacen pactos perversos con los patriarcas de turno, los hombres que sin saberlo sostienen que “todos somos Espartaco”, los poetas, los artistas. Siempre que se fuguen de los pesebres que la cultura represora arma para capturarlos y corromperlos.
Ser el idiota del pesebre. Amar y odiar sin adorar. En una frase me lo enseñó Gregorio Baremblitt. Eso es un maestro.
(1) “El idiota del pesebre: reflexiones sobre el inconsciente político de las organizaciones económico sociales hegemónicas” E, “El Edipo después de El Edipo”. Topía Editorial 1986.
Edición: 2598
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