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Por Mariano González
Fotos: Ana Laura Beroiz
(APe).- Dicen las abuelas que nada nuevo pasó esa noche, sólo un nacimiento: los muertos de siempre naciendo otra vez. Dicen, también, que esta vez no nació llorando al mundo, sino padeciéndolo. Habrá sentido, tras el abrazo inaugural de su madre, rodar por todo el cielo del paladar el sabor amargo del veneno de la injusticia calándole la piel pegada al hueso. La vida le abrió los pulmones y le mostró tras sus primeras luces que no será fácil ser niña, ser mujer, india y pobre; supo rápidamente que sería difícil, tan sólo, seguir siendo.
Un nuevo caso de desnutrición emerge desde las sombras cotidianas de los arrabales profundos y se instala en las ágoras modernas por unos días.
En la localidad de Miraflores, Chaco, una beba wichí de dos meses de vida fue internada por desnutrición extrema luego de haber sido dada de alta en dos ocasiones previas. Luego de que el hospital Güemes le diera el alta (prematuramente según informó el Centro de Estudios Nelson Mandela – CENM -) debió haber recibido un seguimiento que nunca se concretó, de parte del puesto sanitario de Miraflores.
El CENM denunció mala praxis de parte del hospital y exigió atención inmediata. También se informó que la documentación asentada en el hospital omitía, como suele hacerse en estos casos, el grado real de desnutrición que padecía la beba, que exigía la continuidad de la internación y los cuidados.
El gobernador Jorge Capitanich intentó empujar el hecho a los márgenes donde se amontonan unos muchos casos que el poder intenta aislar, desligándolos de una pobreza estructural. Hace no mucho tiempo ensayó la misma maniobra de esconder tras la frialdad de los números la desigualdad social y la desidia de un sistema de salud obsoleto y xenófobo.
Era enero de este año cuando el niño qom Néstor Femenía, de siete años, conoció prematuramente el abrazo de la tierra, mucho antes de terminar de conocer los calores de la palabra. También en aquel entonces, la Diputada Nacional por el FPV Diana Conti se destacó en el extraño arte de condenar a la víctima. En aquella oportunidad intentó diluir las culpas del Estado por entre los resquicios de abstracciones culturales y familiares haciendo gala de un racismo que envidiaría la propia generación del 80.
Nada nuevo, la culpa siempre en el muerto por no saber vivir; en los pobres, por no saber trabajar; en el desnutrido por no saber comer; en cualquiera de las víctimas de los femicidios, por no comprender los complejos matices del amor del hombre; en las miles de mujeres violadas, por usar la pollera demasiado corta o demasiado larga. Las culpas siempre se lavan en otros arroyos.
En Argentina las penas y la muerte siguen siendo de nosotros; mientras que no sólo las vaquitas son ajenas, poco a poco la propia vida se nos hace ajena a fuerza de un hambre que mata o sale a matar. Argentina sigue produciendo alimentos como para alimentar al 50% de la totalidad de los habitantes de Latinoamérica, sin embargo sólo un 11% se consume en el país. Mientras, los silos siguen engordando a costa de la gula especulativa que digiere divisas.
Tras el umbral del progreso hoy monopolizado por la soja que diezma a las poblaciones indígenas y campesinas en tanto sujeto organizado, encontramos también que aquellos paraísos del granero del mundo sólo fueron la antesala del infierno de hoy. Traemos impregnada la marca de ese infierno en la frente.
El chaco del hambre, el desmonte y los pueblos fumigados fue, ayer nomás, el de las espaldas y bolsillos rotos del algodón, el de las reducciones aborígenes y las masacres, el del pago en vales que apenas alcanzaba a los golondrinas para empatarle al hambre. Fue también el de la Forestal y los cuchillos clavados en la nuca de los trabajadores en lucha.
Como símbolo y herencia no sólo nos queda el pasivo ambiental, la muerte y la pobreza estructural sino también una imborrable herencia simbólica que nos grita desde los escudos de los municipios de la Provincia que aún seguimos en la tierra de la desforestación, de las hachas huérfanas de hacheros y el quebracho tumbado. Que nos dicen que no somos dueños de lo que producimos ni de aquello con lo que trabajamos.
Nos anuncian desde esa inmortalidad de los símbolos la preeminencia de la herramienta sobre quien la empuña. Para que no se nos olvide que estamos en la tierra de los patrones, de aquellos que viven a costa del hambre hecho grito y muerte, de ese grito siempre tan niño y siempre tan culpable. Siempre tan otro.
Edición: 2918
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