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Por Claudia Rafael
(APe).- Son trece las familias de la UTT (Unión de Trabajadores de la Tierra) que perdieron todo. Una treintena de integrantes entre niños y adultos. Trabajadores que salvaron sus vidas mientras las llamas ganaban por entero a las casillas de madera en las que viven. Alquilan las pocas hectáreas en las que buscan producir contra corriente. Con la precariedad en la infraestructura a la que empuja esa vida nómade que implica mudarse cada dos o tres años y empezar de nuevo una y otra y otra vez. Y no es una tragedia azaroza. No es una catástrofe ni un accidente.
Las trece familias son una fotografía de una realidad que se repite y se propaga como una epidemia. “El incendio empezó a eso de la 1.30 de la mañana y no pudimos salvar nada. Como nuestras casas son de madera el fuego se expandió muy rápido", contó Mario Delgado a la revista Cítrica el último día de enero. Sólo cenizas y negritud perduró en esa tierra en la que producen tomates, lechugas y un abanico de verduras de hoja. Pero hay un modelo extractivo que no perdona. Que castiga de uno u otro modo. En ocasiones, con una espada de Damocles que pende sobre sus humanidades mientras juntan, peso sobre peso, los 10, 11 ó 12.000 pesos de alquiler por hectárea. En otras, porque por la misma decisión sistémica que los hace ir, como eternos peregrinos, de una tierra a otra cada dos años, las construcciones son endebles, inseguras, vulnerables. Y un chasquido de dedos, una chispa que fulgura, un rayo que nunca falta, un fueguito que empuja el viento se encargan de destruir. Como un karma. Como una plaga que repta. Como un tsunami que en pocos minutos se torna imparable.
En el siglo XX –suele decir Carlos Vicente- la humanidad perdió el 75 por ciento de la biodiversidad agrícola que el campesinado fue creando a lo largo de los últimos 10.000 años. ¿La responsable? “La violencia de la agricultura industrial”.
Como diminutas briznas en el medio de plantaciones millonarias, los trabajadores de la tierra parecen quijotes dispuestos a trabajar, día tras día, hora tras hora, contra las prácticas que seis décadas atrás instaló el modelo extractivo como hegemónico. “Si entendemos que lo que producimos va a llegar a la mesa de otra persona, ahí está la clave”, dice convencido un productor agroecológico del cinturón La Plata.
Las trece familias, como tantas otras que padecen la misma suerte con una sistematicidad férrea, son las víctimas de la lógica del mercado. “Tenemos una enorme precariedad y prohibiciones para la construcción de viviendas de material. Por lo tanto, las casillas son de madera. La mayoría de los compañeros lo toman como parte de la batalla diaria pero implica arrancar de cero cada tanto”, asegura Rubén desde la UTT. Y no pueden edificar por la sencilla razón de que los poderosos temen que una construcción de material, firme y sólida, pueda atentar –expropiación o usucapión mediante- contra los dueños de los territorios y de las leyes.
Hoy esas familias que se quedaron sin nada necesitan heladeras, cocinas, garrafas, muebles, ropa, camas (*)
Mientras se sigue amasando el sueño para el acceso a la tierra. Y que vuelva a manos de quienes la trabajan. Las y los que son parte de la historia que busca romper con la lógica bélica y binaria que violenta el suelo para redoblar ganancias.
Fotos: Revista Cítrica
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Edición: 3933
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