El fogón de los desterrados

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Por Claudia Rafael 

(APe).- Uno... dos... tres... cuatro. Apenas esa cuenta bastará para saber que al final, en ese preciso instante en que se pronuncia la última sílaba del último número, un niño habrá muerto en el planeta. La Tierra habrá concebido un nuevo fracaso. Y habrá hecho suya, una vez más, aquella vieja teoría del inglés Thomas Malthus que a finales del siglo XVIII decía que el hambre era un castigo divino. Por tanto, inevitable. Es decir, compañero ineludible del hombre a lo largo de la historia.

Más de dos siglos después, desde la práctica cotidiana, los estados se desnudan convencidos de que ése es el destino irremediable de la humanidad.

Uno... dos... tres... cuatro. Dos pasos veloces, una pitada de cigarrillo, el mordiscón a una manzana, un salto a la soga.

15 cada minuto, 29.000 cada día, ocho millones al año.

Niños llegados al mundo bajo el rótulo del “excedente”. Aquellos que tarde o temprano (casi siempre más temprano que tarde) serán devorados, como en la mitología griega, por hilanderas que arbitrariamente ponían límite a la vida.

Alape (Asociación Latinoamericana de Pediatría) definió apenas unos días atrás que, en promedio, mueren 28 niños por día en Argentina. Y argumenta que en la mayor parte de esos casos no se aplicaron recursos eficaces como: terapia de rehidratación oral, uso de antibióticos, vacunación preventiva y los cuidados básicos de la higiene.

Los números no tienen rostro. No registran muecas ni llantos. Los números olvidan que detrás de cada cero, detrás de cada dígito hubo un sueño, una gesto, un castillo en la arena, una canción de cuna.

Naciones Unidas repite: en todo 2010 había en el mundo 925 millones de personas que sufrían de hambre crónica.

Y Unicef especifica: seis causas provocan siete de cada 10 muertes de menores de cinco años. La diarrea, el paludismo, las infecciones neonatales, la neumonía, el parto prematuro y la falta de oxígeno al nacer.

En el mismo año, Alape habla de medio millón de muertes infantiles en los 35 países de la región. Y concluye: el 70 por ciento “pudo haberse evitado”.

Los números duelen pero se olvidan. No tienen alma ni nombre. Son registro pero no historia. No cuentan que a Milagros Benítez le gustaba reir cuando soplaba el viento tenue. Ni que los ojos de Héctor Díaz dibujaban estrellitas luminosas cuando sonaba una canción de cuna. Menos aún que Julián Pérez, Leandro Arias y Rocío Soruco hubieran tenido destino de malabarista, mago o saltimbanqui si la vida no fuera tan cruel en los senderos del olvido. Territorios
invadidos por las políticas de abandono.

En marzo, apenas, el pediatra Basilio Malczewski decía a Ape que “el peor derecho que pierde un niño por desnutrición es el de no poder desarrollar su potencial genético” y que si se prolonga más allá de los tres años sus daños son “irreversibles”.

Malthus no dejaba espacio para la duda cuando 222 años atrás teorizaba que el hambre es castigo divino a la humanidad que deberá purgar su ociosidad y la excesiva tendencia a la procreación entre los excluidos entregando sus cachorros a la hoguera.

“El hombre, si no puede lograr que los padres o parientes a quienes corresponde lo mantengan, y si la sociedad no quiere su trabajo, no tiene derecho alguno ni a la menor ración de alimentos, no tiene por qué estar donde está, en ese espléndido banquete no le han puesto cubierto”, escribía el cura inglés.

Uno... dos... tres... cuatro. Un par de chasquidos. El sonido de un timbre en la puerta. Los aleteos leves de una mariposa. Apenas eso.

Lejos, tan lejos de la historia parida por los antiguos dueños de la tierra antes de la mirada occidental sobre su frente que obligó a la rebeldía y al grito. Como cuando Tupac Amaru II entró con su ejército de desesperados al pueblo de Sangarara al son de grandes caracoles marinos para cortar el mal gobierno de tanto ladrón zángano que nos roba la miel de nuestros panales. Tras su caballo blanco, crece un ejército de desesperados. Pelean con hondas, palos y cuchillos estos soldados desnudos. Son, la mayoría, indios que rinden la vida en vómito de sangre en los socavones de Potosí o se extenúan en obrajes y haciendas (*).

Suele ser extraña la historia de la humanidad. Al mismo tiempos y decenas de kilómetros de distancia que Malthus proclamaba la condena divina, Tupac iba a la cabeza de los desesperados para recuperar las mieles de la vida. Y Thomas Paine definía que “todo hombre, como habitante de la tierra, es un propietario colectivo de ella en su estado natural. El valor añadido por el cultivo, una vez admitido el sistema, se convirtió en propiedad de quienes lo produjeron, o de quienes lo heredaron de ellos, o de quienes lo compraron. A nadie se le hubiera ocurrido reclamar la propiedad de la tierra que pisaba y tampoco el Creador habría puesto un registro de terrenos de donde saliesen los primeros títulos de propiedad”.

Diez niños fueron talados de la vida en lo que va de 2011 en Salta. Diez niños. El doble de 2010, dice la BBC en un informe de esta semana. Diez niños entregados a las hilanderas de los días por mandato de un dios que no escucha las voces mínimas de quienes los amaban.

Fue una infancia breve la suya.

Desoída y aplastada por designio de quienes, desde el poder, definen los rumbos de esta tierra. Talan, entregan, invaden, ocultan, desmadran, desaman, acumulan, reducen, olvidan.

Por ellos, que no saben ni podrían entender que hay esperanzas engendradas desde la ternura y el abrazo que están siendo amasadas en el fogón de los desterrados.

(*) De Memorias del Fuego, Eduardo Galeano.

Edición: 1999


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