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Por Silvana Melo
(APe).- La locura son los otros. El infierno es la otredad. Lo que no se parece a la moldura. La diferencia brutal. Para Foucault es el poder el que define la normalidad y lo que queda fuera. Lo a-normal es lo que subvierte la norma. Lo que dispara el engranaje. La ruptura. Lo normal es lo que encaja como piezas seriales en la estructura sistémica.
El resto, se encierra. En cárceles y loqueros. Tantas veces con la misma lógica.
Así nació hace 149 años el asilo de orates San Buenaventura, en la manzana de Barracas. Lo de la buena ventura es la típica paradoja de los nombres que se niegan en la entraña de lo nombrado. En las entonces afueras de la ciudad, nació el asilo de orates para amontonar lo distinto. Para desmontar con llaves y oscuridad aquello que se teme por insondable, por inapoderable.
Filosófica y arquitectónicamente funcional al encierro creció el manicomio de Barracas (los griegos inventaron la célebre palabra desde la manía y el komion para decir, por siglos, lugar para locos) hasta convertirse en el Borda. Desde 1905, por 40 años, fue el Hospicio Nacional. Un nombre con color institucional, con solemnidad de símbolo patrio. Regidor del encierro de la locura propia, la del país que bordeaba el centenario y guardaba la resaca de su inequidad intramuros.
Casi un año y medio sin gas parece una anécdota en la historia de la locura argentina, de la a-normalidad que el sistema define para determinar quiénes sí y quiénes no. Quiénes en las cárceles, quiénes fronteras adentro de las villas, quiénes en el manicomio (palabra en franco desprestigio, hasta su reverso impronunciable, la desmanicomialización).
Desde que en la Semana Santa de 2011 un camión dio marcha atrás y se cargó la integridad de un caño, el Borda se quedó sin gas. Ante la cruda indiferencia estatal que se encogió de hombros cuando Metrogas determinó que un parche era inviable en una instalación convertida en una hilacha.
Setecientas vidas que ambulan diariamente por pasillos y jardines soportaron un invierno que pierde todo atisbo de piedad entre paredes y techos altísimos, baños de agua helada y comida fría cocinada a diez kilómetros. A las puertas del segundo invierno sin tibiezas está la mitad del hospital, porque a la amarilla sensibilidad del Gobierno de la Ciudad no le alcanzó el tiempo ni los recursos para reparar en un año y medio la totalidad de las cañerías en el encierro. Allí donde la otredad se amontona y se aferra a su lugar en el mundo, donde el olvido se estira, elástico, de la familia al Estado. Y el proyecto de inclusión de lo a-normal y de lo ingobernable en territorios de márgenes claros se vuelve tan tangible como despojado.
No hay calor en invierno porque no hay gas. Y si no hay es porque no es necesario, no es oleoso para el engranaje del sistema.
“Fue cambiando el concepto de atención psiquiátrica, hay una nueva ley de Salud Mental, pero en el Borda nada se adecuó desde lo edilicio. Son años de abandono que en la última gestión se traduce en una ausencia real del Estado”, interpretó para Ape el diputado socialista porteño Jorge Selser.
Recursos de amparo, decisiones judiciales y presiones políticas tropezaron inexorablemente con la desidia. “Intentaron instalar estufas y calefones eléctricos, pero no alcanzaban a entibiar los ambientes y generaron cortocircuitos en instalaciones eléctricas al borde del colapso”.
Selser no acepta excusas después de “cinco años con presupuestos altísimos en Salud, de seis mil millones de pesos anuales y con una subejecución que, en el primer trimestre de 2012, apenas llega al diez por ciento en equipamiento e infraestructura”.
El legislador acuerda con “desinstitucionalizar” el hospital y amoldar el concepto edilicio al minimalismo que impulsa la ley.
“Nosotros somos más acotados”, opina la doctora Mónica Fudín desde intramuros. “Pensamos en cómo enfrentar el día a día de sus habitantes carentes y enfermos”. Los que desequilibran al turista con la imagen de lo inasible, de la otredad, de la locura suelta por el parque que se acerca a pedir monedas y cigarrillos. Dueño de ese espacio que es suyo como no habrá otro. Al que se aferra en su caos de “sentirse solo, resto, deshecho y caído del mundo, de no importarle a nadie su condición”, define Fudín.
En esa frontera resisten. Los médicos, los trabajadores, los locos. Observando con resignación y sabiduría la llegada de la otra otredad. La expulsada por goteo día tras día, la atrapada por las adicciones, la de los pibes de sueños serruchados por el paco, la que vio estallar sus mecanismos por la exigencia, la que no soportó. “El principal fundamento del capitalismo –define Selser- no es que el hombre viva del trabajo sino que de él se obtenga la principal fuerza para el trabajo. Como una mercancía más. Cuando deja de funcionar, es descartado del sistema”. Como los viejos, como los niños, como la a-normalidad improductiva e inviable.
El hospicio lejos de desmanicomialización. Tan imposible en una realidad sin alternativas ni posibilidad de abrazo en un afuera amenazador. El Borda, aquel Hospicio Nacional, sin gas un año y medio. Un invierno y dos. Sin calor hasta que los huesos duelan. Y haya que calzarse un gorro hasta las orejas del alma.
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