El Bepy XIX

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Por Angel Fichera

(APe).- Una broma tras otra... ¿Saben ese del pibe que se tragó un billete de 100 pesos...? La madre encara al médico y le dice:
–Doctor, doctor... ¿Cómo se encuentra mi hijo?
–Pues sigue sin cambio...

Cuenta el abuelo que así era mi tío Francisco Argulo, gracioso hasta en el apellido, en el tono de voz, en su aspecto frágil y desgarbado. Pero, aunque propicio a todo tipo de burlas, sería él quien las creara en cantidades asombrosas y con la maestría propia de un ingeniero capocómico.
Toda oportunidad era buena para meterse de lleno en la jarana, ya sea buscando sortear un momento demasiado grave y depresivo o porque el clima de joda ya venía creciendo de antemano. Como sea, él arremetía con un nuevo chascarrillo ante la primera pausa que se le ofreciera.
–Imagínense sentaditos en la escuela... La maestra les pide que dibujen un huevo. Jaimito empieza a dibujar y se mete la otra mano en el bolsillo. Entonces, una de sus compañeritas grita:
–¡Señorita, señorita! ¡Jaimito se está copiando!
Reírse con el tío “Pancho” (como lo llamaba el abuelo), fue al parecer una costumbre de familia, un acto reflejo como bostezar o desperezarse. Así que ni bien aparecía Panchito, ya se dibujaba en los rostros una sonrisa involuntaria, que al poco tiempo se iba convirtiendo en estruendosa carcajada.
–¿Saben por qué las gallinas no vuelan? –improvisaba, imitando a los personajes de sus chistes, haciendo sus mismas muecas, interpretando sin miedo al ridículo a borrachos y maridos engañados y amantes dentro de roperos.
De ese modo, aquel soltero poco codiciado, asmático y torpe de nacimiento, ocupó un lugar sencillo pero imprescindible en la historia del vecindario. Se fue ganando el respeto del barrio. Tal vez porque nunca se burlaba de los desvalidos y en sus chanzas los enanos, las gordas y los locos eran tan plausibles de sátira como cualquiera. O porque sabía retirarse a tiempo para volver cuando uno menos lo esperaba, trayendo no sólo una renovada batería de chistes sino un lenguaje cada vez más tierno y florido.
Según el abuelo hubiese llegado a ser un grande del humorismo radial o televisivo, si no fuese porque había elegido como palco las humildes veredas de Lanús y Avellaneda, y el farol de la esquina como su único reflector.
El abuelo recuerda que sus rutinas pobladas de anécdotas jocosas y grotescas, con el tiempo se fueron transformando en relatos tan refinados que a veces rozaban los intrincados vericuetos de la filosofía, aún sin perder la chispa y el desparpajo.
–¿El universo se expande...? –interrogaba, arqueando sus cejas– ¿o la Argentina se contrae...?
Y los vecinos reían sin entender demasiado, de puro gusto, o porque en aquella época todavía podía tomarse a la chacota hasta las cosas más terribles. O porque aún ni se sospechaba que lo terrible vendría años después a quebrar la sonrisa colectiva como un piedrazo en las vidrieras. En ese entonces bastaba con pedir “a ver, Panchito, contate uno bien picante”, y dejarse llevar por ese mundo construido con la simple picardía del doble sentido. Ese universo amable e hilarante donde las suegras eran siempre bigotudas, todos los pibes Jaimitos y los gallegos prejuiciosamente embrutecidos.
Era otro país –suele decir el abuelo–, otra época, ni mejor ni peor, donde las personas parecían más amables o más ingenuas o muchísimo más papanatas. Lo cierto es que recién cuando la crueldad fue ocupando los titulares de los diarios y el terror invadió las calles y las almas, aquella primigenia ingenuidad dio paso a la plena madurez del pánico. Y el humor perdió la gracia, soterrado por la amarga risotada de las hienas.
En marzo de 1977, casi al cumplirse un año del golpe militar, su nombre y dirección apareció en la agenda de algún vecino en cautiverio. Entraron a la casa de Panchito al filo de la medianoche, de improviso y por pura sospecha o desatino, se lo llevaron como a tantos otros…
Francisco Argulo. Masculino. Sesenta años. Soltero. Argentino.
Conoció el horror de los campos de concentración y las interminables horas de tortura hasta el aniquilamiento. Pero antes del desenlace final, cuenta la leyenda que esgrimió un último gesto de ironía.
– ¿Saben por qué ustedes son la prueba de que existe la reencarnación? –preguntó, mientras lo cargaban entre cuatro.
– No... –contestaron al unísono sus raptores, desconfiando, pero atraídos por una curiosidad enfermiza.
– Porque nadie puede hacerse tan hijo de puta en una sola vida...

Edición: 2418


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