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Por Angel Fichera
(APe).- Mi madre trabajó en la fábrica de nubes. Mi padre y mis abuelos trabajaron en la fábrica de nubes, y hasta yo hubiese trabajado en la fábrica de nubes, de no haber sido porque un mal día se apagaron los altos hornos y dejaron de humear las chimeneas.
Cuenta el abuelo que antes de la quiebra el barrio entero giraba en torno a la fábrica de nubes, y se producían todo tipo de nubes, de los más variados colores y tamaños. Se trabajaba las veinticuatro horas sin interrupción. Los del turno noche mezclaban las sustancias y compuestos secretos que conformaban las nubes, dejándolas ya preparadas a un costado de los pulverizadores.
A la mañana temprano, cuando apenas comenzaba a amanecer, las gruesas chimeneas emitían las primeras nubes tímidas y al rato las mejores, las que se habían destacado en el control de calidad por su belleza sobresaliente o su inigualable pomposidad. Porque ese era el horario en que más lucían; con el suave resplandor del sol filtrando sus rayos, tiñiéndolas con destellos multicolores.
Al mediodía se esparcían nubes estándar, más convencionales, que no distrajeran a los transeúntes y mucho menos a los automovilistas. Aunque comunes y silvestres, no por eso carecían de fuerza y encanto.
Las nubes falladas o con pequeños detalles de mala terminación eran devueltas a los hornos para ser recicladas, y aprovechar su vapor y pigmentos en una próxima camada de cirros o estratocúmulos.
Por la tarde se esparcían nubes pasajeras, de vuelo rápido aunque de frondosa espesura. Y por la noche se rociaban las más cenicientas; nubes en blanco y negro.
El abuelo recuerda que en las mejores épocas de la fábrica se hicieron nubes a pedido, con los rasgos de un rostro amado o la silueta de un ser querido. Nubes didácticas, de alto vuelo, con la forma de animales vertebrados e invertebrados, o la estructura celular de las plantas o de bacterias.
Los domingos, obreros especializados ya elaboraban nubes de libre interpretación, surrealistas o barrocas o geométricas, imitando las gruesas pinceladas de Van Gogh, o los delicados trazos de Miguel Ángel, las pesadillas de Dalí o el realismo inquietante de Berni. Truculentas cumulonimbus como pintadas por el Bosco, bocetadas por Xul Solar, mamarrachadas por Spilimbergo o rudamente estrelladas contra un muro imaginario de Pollock.
Ni el más lunático de todos los artistas hubiese ideado nubes tan magníficas.
Fue una época de raro esplendor, donde el cielo se tornó un mural ambulante y majestuoso.
No obstante, los tiempos cambiaron y sucesivas crisis económicas o políticas fueron minando los cimientos de la fábrica. Hasta que un día estalló la gran huelga.
Y el cielo se quedó sin nubes.
Yo no había nacido todavía, pero escuché tantas veces la historia que recuerdo ese momento con imágenes que me llegan agigantadas por la infancia. Como un hueco en las mañanas o una tristeza insondable en los ojos de mis padres. Me enteré después que la lucha duró varios meses, en los que todos comenzaron a extrañar aquellos atardeceres fabulosos que conmovían hasta el llanto. Supe también que el conflicto acabó en derrota y la producción de nubes terminó boicoteada por sus propios gerentes, más interesados en los redondos negocios de la importación y la usura financiera.
La empresa fue declarada en quiebra y abandonada por sus antiguos dueños.
El resto lo hizo el tiempo, el moho herrumbando el metal de las maquinarias y las enredaderas trepando, envolviendo los paredones y los gruesos ventanales.
Sobrevino una época oscura para todo el firmamento. Poco después, una junta militar reemplazó al gobierno de aquel entonces y se hizo dueño de los espacios públicos, incluso del espacio aéreo.
Pasaron meses de cielos plomizos, pesados nubarrones, años de tormentas famélicas, anodinas y sofocantes, como si una única nube densa hubiese cubierto toda la atmósfera del barrio.
Al tiempo, la gente se fue acostumbrando a despertar en medio de insulsos amaneceres, a una rutina de ocasos pálidos, de crepúsculos sin gracia.
O sencillamente se dejó de contemplar el cielo.
Por eso hasta hoy andamos con la cabeza gacha, la vista clavada en teléfonos portátiles o portando una mirada fija siempre hacia adelante.
Lo cierto es que el abuelo afirma que nadie volvió a ser el mismo. Ni los que habían trabajado detrás de esos muros, ni los que tuvieron la suerte de conocer aquellos cielos legendarios.
(dedicado a Francisco Caballero, Osvaldo Escribano y Jorge Gessaga)
Edición: 2413
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