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Por Bernardo Penoucos
(APe).- Nicolás tiene 29 años y está detenido desde hace 10. Lo veo entrando al salón de clases, masticando nervios y ansiedad. Tiene puesta su mejor ropa, su mejor camisa, ésa que sólo usa en la visita para sorprender a su madre cuando 2 ó 3 veces al año puede pedir permiso en su trabajo de “cama adentro” para poder viajar y visitarlo. Nicolás está nervioso pero sonríe como siempre. Es que dará el primer examen oral de su vida. Estamos, los dos, en la Unidad Nº 2 de Sierra Chica, unidad de máxima seguridad en la que hay detenidos que estudian, que logran abrir esa hendija y caminar otro escenario que el que la cárcel impone. Nicolás, luego de duros caminos, es uno de ellos.
Lo primero que hace antes de comenzar a rendir su primer examen es mostrarme sus brazos y sus piernas. En un gesto de íntima presentación, me muestra las marcas de sus brazos. Son siete cicatrices en uno y 3 cicatrices en el otro. En sus piernas el mapa se repite: se dejan ver marcas de fuego, heridas profundas ya secas por el tiempo, tatuajes de bienvenidas y respetos entre pabellones inundados de agua y terror.
Cuando Nicolás tenía 14 años su madre agonizaba. El HIV iba tejiendo secuelas irreversibles, bajaban las defensas en el cuerpo y cualquier resfrío -en esa casita de madera y chapa- podía resultar mortal. Corrían los últimos años del siglo anterior y, me dice Nicolás: “en ese tiempo al HIV no le daban mucha cabida. Yo me acuerdo que me iba hasta el Ministerio de Desarrollo Social, en capital, a pedir por favor los remedios”. Nicolás hacía un viaje de casi tres horas en tren, colectivo y caminando. Cada 15 días hacía ese viaje y una cola de cuatro horas para conseguir los remedios. Cada 15 días le decían que vuelva en 15 días.
A su papá no lo conoció; él fue creciendo con su mamá y con los vecinos del barrio, a los ponchazos, sobreviviendo.
“Un día me cansé, me harté de todo. No es que me hice chorro de una día para el otro. Pero estaba cansado, como rendido. Yo siempre trabajé y a la escuela la tuve que dejar por el trabajo. Pero no nos alcanzaba, entonces las juntas, la droga y bueno…comencé a delinquir…”
Su mamá falleció cuando él cumplió los 16. Ahí sí que se quedó solo, me cuenta mientras se estira la camisa que se puso para rendir y se cubre las cicatrices. Nicolás hizo el recorrido obligado de muchos pibes que este mundo y este modelo fueron dejando afuera de todo. Institutos, cárceles, libertad y de nuevo la cárcel.
“La primera vez que me llevaron a un penal me quería matar. Tenía 18 recién cumplidos, entré por un robo. Me acuerdo que me dijeron: si sos chorro te vas al pabellón de los chorros. Entré temblando, ésa es la verdad. Había un foquito colgado al fondo, estaba todo inundado, todo muy tumbero. Salió un pibe y me dijo, si sos chorro, vas a pelear”.
Allí, en aquella noche primera de celdas y muros, Javier aprendió a pelear con faca, ese cuchillo artesanal que se construye en nuestros penales. Lo lastimaron feo, pero se ganó el respeto. Anduvo de cárcel en cárcel, de traslado en traslado, lastimado, muerto de hambre, verdugueado y maltratado.
Habitaba los pabellones que, en la jerga carcelaria, se denominan “de población”. En esos pabellones la luz está negada la mayor parte del día, los detenidos salen una hora por día al patio y vuelven a la celda. En esos pabellones no hay actividades, no hay escuela, no hay nada. La violencia, como herramienta, es la que circula cotidianamente.
“Pero un día me cansé. Me acuerdo de que me bajaron a hablar con la Trabajadora Social. Estaba en Olmos, en el segundo piso. Y ella me dijo que la cárcel era como un círculo, que si quería podía estar toda la vida dando vueltas, pero que si quería cambiar todavía estaba a tiempo. Yo tendría 22 años. Me hizo hablar y hablé, fue la primera vez que alguien me preguntó algo sin pegarme antes. Me solté y de a poco me fui despertando. Volví al pabellón y le dije al encargado que me cambie de lugar, que ahí no quería estar. Los pibes de población me dijeron de todo: traidor, quebrado, gato y más vale que se quedaron con mis cosas. No los escuché y me fui a uno de auto conducta”
Nicolás me cuenta que en un principio lo que el sintió fue que pasaba de una sumisión a la otra cuando pidió el cambio de pabellón. En el primero tenía que pelear para sobrevivir pero ya se había ganado el respeto, en el segundo tenía que rezar y estar bajo los mandatos del pastor, que era un preso como él pero “con conducta” según el servicio penitenciario.
Me cuenta que resistió, que empezó a pedir “bajar” a la escuela y después de algunas sanciones por “indisciplinado” le concedieron el que, desde un principio, tendría que haber sido un derecho: el de la educación.
Hizo el secundario estando detenido. Hoy es Técnico Superior en Marketing y empezó a cursar la carrera de Trabajo Social. Le quedan pocos meses para pisar de nuevo la calle, después de 15 largos años entre entradas y salidas.
Le pregunto, antes de arrancar su primer final oral de Trabajo Social, qué tiene pensado hacer cuando salga y él me responde: “Como pensadas tengo muchísimas cosas, tengo pensado de todo, no quiero volver más acá. El tema es qué es lo que tiene pensado el mundo para mí cuando yo salga. Y cuando pienso en eso, me da muchísimo miedo…”
Edición: 3573
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