El 31 de diciembre de los infames

Mandar mensajes de wp con la noticia del despido un 31 de diciembre es la boca mostrando dientes de los feroces. Y pasó un año y lo hicieron dos veces. Entre diciembre y diciembre hubo doce meses incomprensibles. Cuando una banda de infames recaló en las costas de lo que no habíamos podido construir y destruyó cualquier cimiento rescatable.
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Por Silvana Melo

(APe).- Un año entero pasó. Se dio vuelta el reloj de arena y comenzó nuevamente a gotear granitos pesadamente, desanimado, como para sostener semejante año que amenaza. Pasó un año entero desde la primera vez que llegaron telegramas de despido el treinta y uno de diciembre. O mensajes de whatsapp o mails. Golpes en centenares de nucas. Golpes impersonales, oraciones sin sujeto, con predicados atroces.

Perder el trabajo el 31 de diciembre trae en la bolsa la tragedia de lo simbólico.

No es lo mismo que el 22 de octubre o el 15 de julio.

Es aguar con aguas servidas una fiesta. Mientras el resto choca las copas y corta el pandulce. Es repartir vinagre y ortiga en el brindis del deseo. Mientras la casa de al lado sigue feliz. Es dividir con sal en las heridas, para que todo duela más.

Mandar mensajes de whatsapp con la noticia del despido un 31 de diciembre es la boca mostrando dientes de los feroces. Y pasó un año y lo hicieron dos veces. Entre diciembre y diciembre hubo doce meses incomprensibles. Cuando una banda de infames recaló en las costas de lo que no habíamos podido construir y destruyó cualquier cimiento rescatable.

Entonces la mayor parte bajó la cabeza.

Decidió que los infames vendrían a limpiar la bajeza y la soberbia de los demás. De los que antes deshilacharon nuestros mejores sueños.

Pero los infames son sólo eso: infames. Y crueles. Y traidores.

Llegaron a desmantelar todas las verdades. Aquello en lo que creímos. Topos que vienen a destruir el estado desde adentro. Y a hacer negocios con lo que encuentren. Y a entregar el litio y el cobre y el agua y cuando ya no quede nada se irán a sus mundos reales que están, como la vida de Kundera, en otra parte.

El 31 de diciembre mandaron mensajes a los celulares de los estatales. Trabajadores estigmatizados por la banda de infames que ha sido topo en la cabeza de gran parte de la población. Que también estigmatiza. Y festeja cesantías junto a los infames y sus voceros de prensa.

Hoy, dos de enero, la Esma va cerrando sus puertas. Cerró el Haroldo Conti. Cerró el Archivo Nacional de la Memoria. Mostró un listado de empleados despedidos que no se atrevieran a entrar. Todos contratados. Algunos durante diez, quince, veinte años. Víctimas no sólo de la crueldad de la banda de infames. Sino de quienes gobernaron invocando derechos y los sostuvieron con contratos anuales. Servidos en bandeja para que el primer gobierno de piel intratable se los quitara de encima.

Tanta responsabilidad tienen. En la indiferencia popular ante el dolor de los demás. En el individualismo que siembran los infames y que prende con una facilidad impensada en la tierra de esas comarcas.

La Esma se oscurece otra vez. En el país que condenó a los genocidas.

De la penumbra asoman las palabras a los empresarios en la gala de la Fundación Endeavour: “yo voy a estar para cuidarles a ustedes los beneficios”. Mientras la poda brutal de las jubilaciones y pensiones pagó el 45,7% del superávit fiscal.

Y siete de cada diez chicos vive en la pobreza.

En el país donde vuelan los mensajes de despido el 31 de diciembre.


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