Eduardo y Griselda, enamorados

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Por Oscar Taffetani

(APe).- El mundo del comercio, de los servicios y -por qué no- de la industria, se apresta a celebrar este domingo el Día de los Enamorados. Millones de tarjetas postales, e-mails y mensajes de texto volarán cual palomas de un corazón a otro, dejando caer tintineantes monedas en los bolsillos de variados proveedores. Será el turno de los floristas, entre otros. El de las cajas de bombones con moños de rafia o de seda. Y habrá seguro algún espacio abierto a la creatividad, todavía no comercializado; un espacio para el beso, la caricia y la palabra amable, arrojados sin culpa en las barbas del dios Marketing.

 

De esto hablaríamos con Eduardo Kimel si él estuviera hoy sábado por la tarde en la radio de las Madres, por ejemplo, haciendo una crítica jocosa, tierna, del Día de los Enamorados. Pero no podrá ser, porque Eduardo murió el pasado miércoles. Casi sin avisar, se nos fue. Como si hubiéramos estado parados en una esquina, después de unas cuantas cervezas, demorando la despedida, y entonces él nos da un beso y un rápido apretón y dice “Griselda me está esperando”, sabiendo que ésa será la única razón, la verdaderamente única razón, por la que lo dejaremos ir.

Walsh: el modelo indestructible

“El juez Rivarola –escribió Eduardo Kimel en su libro La masacre de San Patricio, de 1989- realizó todos los trámites inherentes. Acopió los partes policiales con las primeras informaciones, solicitó y obtuvo las pericias forenses y las balísticas. Hizo comparecer a una buena parte de las personas que podían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo, la lectura de las fojas judiciales conduce a una primera pregunta: ¿se quería realmente llegar a una pista que condujera a los victimarios? La actuación de los jueces durante la dictadura fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión dictatorial”.

Aquel párrafo, que resumía una verdad tan grande y obvia como la redondez de la Tierra (y que explica la vergonzoza impunidad en la que permanecieron miles de crímenes de la dictadura) marcó el inicio de un calvario judicial para Eduardo, quien recibió una querella penal por “calumnias e injurias” (de parte del juez aludido) y una condena en primera y tercera instancia de los tribunales argentinos.

Casi veinte años transcurrieron, entre apelaciones, denegaciones y ausencia de justicia, para Eduardo, para el libro de Eduardo, para la memoria de tantas víctimas de la represión ilegal y, finalmente, para los periodistas (no para todos, en rigor, sino para aquellos que seguimos creyendo que el único valor no negociable, en una investigación, es la verdad). Hasta el diario La Nación, tan caro a jueces y juristas, llegó a expresar en un editorial la paradoja de que el único condenado, tras la masacre de San Patricio, era el periodista que la había investigado.

“Los asesinos, probados pero sueltos”, escribió Walsh en 1957, refiriéndose a los fusilamientos clandestinos en José León Suárez. Eso mismo volvió a escribir, con otras palabras y treinta años después, Eduardo Kimel, al concluir su investigación sobre la masacre de San Patricio. Los Walsh y los Kimel ayudan a delinear para nosotros, los periodistas, un modelo ético y profesional indestructible.

A fines de 2008 llegó el dictamen de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, pero Griselda Kleiner ya no podía abrazar a su compañero Eduardo Kimel para celebrarlo. El cáncer contra el que batalló por mucho tiempo, con ese físico menudo que había conocido los rigores de la cárcel y la violencia represiva, decidió emitir su fallo, inapelable, unos meses antes que la Corte. El de Griselda era el rostro que más hubiera querido ver Eduardo aquel día de victoria, para decirle “¿Viste? ¿Viste? ¡Ganamos!” No había consuelo posible, para esa tristeza.

Como un fulgor, como un remanso

El cierre de edición de una revista, en los tempranos ’90. Hacia allá va nuestro recuerdo. El gran oficio gráfico de Griselda nos sacaba las papas del horno, cada semana. Y las páginas salían para el taller, una tras otra, y cuando los pliegos estaban listos, ya sin vuelta atrás, entonces Griselda apagaba la Macintosh, apagaba las luces y recién aceptaba bajar hasta el bar en donde la esperábamos. Allí, distendida, nos contaba su penúltima anécdota del Cordobazo. Y también historias de su viejo, radical y reformista, entre pillos, malandras y militantes de la Docta. De madrugada, contentos y extenuados, marchábamos a nuestras casas y a nuestras camas, con la flamante revista bajo el brazo.

Ahora están entrados los ’90 y viajamos con Eduardo a Mar del Plata para presentar una efímera revista del Mercosur, ante un público totalmente escéptico (no escéptico de la revista, sino del Mercosur). “Mi abuelo era un judío polaco –cuenta Eduardo exaltado- ¡un polaco galiziano, de los peores! Se desayunaba con una botella de vodka, así nomás. Él me pasó la receta del pastrón, del auténtico pastrón. Yo la fui mejorando…”

Los ’90 quedaron en el recuerdo. Es el viernes 24 de abril de 2009, en la Feria del Libro de Buenos Aires. La mesa convocada se titula “Los periodistas escritores: literatura bajo presión”. Ahí estamos otra vez con Eduardo y con Carlitos Del Frade, venido de Rosario. Falta Griselda. Para siempre falta Griselda y eso se le nota a Eduardo en la mirada. Aún así, pausado, tranquilo, vuelve a narrar las instancias del juicio, vuelve a explicar la importancia del pronunciamiento de la Corte Interamericana y nos anticipa que en ese pronunciamiento puede estar la base de una ley, de una nueva ley, que borre del código penal argentino esas nefastas “calumnias e injurias” usadas para intimidar y silenciar a los periodistas. Esta vez, después de la mesa en la Feria, no queremos ir al bar. Vemos a Eduardo con Griselda en los ojos, y ésa es razón suficiente para que lo dejemos marchar.

Nos vienen otras escenas, otros momentos. La redacción de la DPA en Buenos Aires, por ejemplo, donde lo vimos entre gente más joven, que lo quería y respetaba. O aquella redacción en el Palacio Barolo, hace tánto. Eduardo sentado, terminando en una Lexicon su semblanza del gringo Agustín Tosco, para una contratapa, y buscando un título elocuente, que de paso fustigara a tanto burócrata, a tanto traidor, a tanto corrupto disfrazado de obrero. Por fin, encuentra ese título: “Tosco, el de las manos limpias”.

Eduardo, Griselda: ustedes también tuvieron, como el gringo Tosco, las manos limpias. Y tuvieron además la dicha de amarse. Como un breve fulgor entre las nubes del cielo. Como un remanso entre las olas del mar. Este Día de los Enamorados, digan lo que quieran, es la excusa perfecta para escribir y contar el amor de ustedes dos.

Edición: 1704


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