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Por Silvana Melo
(APe).- El miércoles por la noche dos chiquitas de 2 y 4 años caminaban a orillas de la General Paz, abrumadoramente solas, bajando hacia la avenida. Iban por la barranca de la calle Ibarrola, por Liniers. Son dos de los ocho millones y medio de niños pobres de esta tierra, donde siete de cada diez va bajando por una barranca sistémica a la que los empuja un estado predador. A esa misma hora de esa misma noche, en un estudio televisivo, Patricia Bullrich definía el estado empresarial en tiempos de crisis sanitaria. Cuando los niños son abandonados en las banquinas de la General Paz y las vacunas no dan abasto para la urgencia generalizada. A las puertas de una segunda ola, con el miedo clavado en los pulmones.
Si la gente pagaría (sic) la vacuna, dijo, alcanzaría para todos. La totalidad para los gerentes es el puñado que habita el cenit de la pirámide. Es el estado de privilegio. El estado de excepción de Agamben que dejó de serlo y se convirtió en naturalidad para los descartados sociales. Para los padres de las chiquitas de 2 y 4 años que caminaban a orillas de la General Paz. Y para las chiquitas de 2 y 4 años, condenadas por origen. Para las que no habrá revolución que les dé vuelta la vida.
Los que pueden, murmuró temeroso el periodista cuando la jefa del Pro dijo si la gente pagaría (sic) la vacuna. Los que pueden, dijo ella, tan sigilosamente como él. Y los que no –entonces alzó la voz- irán a la Obra Social o tendrán un subsidio del Estado, pero en lugar de comprar todo centralizado salgamos a comprar todas las ofertas que hay. Salgamos, dice. Las empresas y los empresarios con los que han gobernado y gobernarán, si hubiera voluntad sufragante que los legitime. Los hacedores de negocios con la salud pública y con todo aquello que sea imprescindible. Y, por lo tanto, rentable. Como el pan, la leche y la vida misma.
Las dos chiquitas de 2 y 4 años fueron abandonadas por sus padres –ella de 21, él de 28- en los márgenes de la General Paz. A ellos los detuvieron. Ella no se tenía en pie. El tampoco. Los dos lloraban sentados en el cordón de una vereda cuando les preguntaban por sus hijas. Ellos también estaban en los márgenes. No de la gran avenida, sino de la vida que les tocó. Anclados en un afuera irremediable. Observando por la mirilla el mundo, el otro mundo, el que los desechó. Donde el estado mira para el lado donde ellos no están. Un estado deficiente, corrupto, volanteado para donde mejor sople el viento ocasional.
Pero a la misma hora en que ellas bajaban las barrancas la cara del otro estado, el propietario, el intervenido directamente por el capital, sin intermediarios ni escalas, hablaba de privatizar la vacuna por la que espera gran parte de la humanidad. Vacuna que en el mundo acumulan los poderosos y les retacean a los más pobres. Hablaba, la cara, de una centralización soviética con la que había que terminar. Para que todos pagaran la vacuna. Y el que no puede irá a pedir un subsidio a la gerencia.
Ni los que no pueden ni las chiquitas de la banquina de la General Paz tienen lugar en el cenit de la pirámide. Donde viven sólo los ricos, aquellos que piden Ahora 12 para pagar un tributo único por serlo. Los que esperan el regreso del estado gerente. La oficina donde late el mercado.
Con la cara misma de la tragedia de tantos, definiendo el estado por televisión.
Edición: 4278
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