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Por Néstor Sappietro
(APe).- En barrio Azcuénaga hay una esquina que se sabe de memoria las miserias y bondades de todos los que crecimos por ahí. Es la esquina del bar. Allí, donde siempre hubo un bar. Cada tanto cambia de nombre y de dueño, pero sigue siendo bar. No hubo propietario al que le haya ido bien. Sin embargo, es como si existiera un mandato histórico que obligara a quien alquila ese local a sostenerlo con forma de bar, empecinadamente, como una tradición. En esas mesas que a veces preguntan, se decidieron asuntos trascendentes como, por ejemplo, que el gordo Luis debía ir al arco aunque su corazón insistiera en jugar de nueve.
El “cabezón” confesaría su amor por una rubia que no hacía otra cosa más que desairarlo una y otra vez... En aquel tiempo, el dueño del bar era don Raúl, testigo silencioso del desconsuelo, la alegría y las bravuconadas de un puñado de adolescentes que habían elegido ese lugar como la zona del encuentro. Don Raúl, un tipo que había puesto el bar con lo que le pagaron de indemnización en la fábrica donde había trabajado de tornero.
El hombre, estaba ahí por esas cosas del destino, o por el desconcierto del despedido, pero nunca porque tuviera condición alguna para atender un bar. Si el pedido era variado, digamos: un café, una gaseosa y una cerveza, Raúl ponía mala cara, molesto por la diversidad de gustos de los parroquianos. “Bien podrían pedir una misma cosa en lugar de complicarla tanto”, decía, y se encaminaba mascullando su bronca. Cuando llegaba el verano y se veía obligado a sacar mesas a la vereda el drama se multiplicaba. Se sumaban clientes, y el hombre, con tres mesas ocupadas se ponía como loco. Transpiraba, insultaba por lo bajo, llevaba porciones de pizza donde le habían pedido una hamburguesa, y una picada donde esperaban dos ginebras. Su mujer en la cocina hacía lo que podía. Trataba de convencerlo de la importancia de tratar bien a los clientes para que vuelvan. En su inocencia no podía darse cuenta de que don Raúl lo último que quería era que la gente volviera. Prefería las mesas vacías, o bien, clientes como nosotros que lo conocíamos y comíamos aceitunas que nunca habíamos pedido. Prefería la tranquilidad del bar deshabitado para escuchar en paz los tangos que pasaban por la radio. Una tarde, aprovechando que don Raúl no estaba, le sugerimos a su mujer que lo instara a anotar los pedidos, pero nos contestó que su marido tenía un amigo mozo que se jactaba de levantar el pedido en mesas con quince personas sin necesidad de birome ni papel. El hombre, orgulloso y necio, a pesar de aborrecer el oficio, no quería ser menos que su amigo.
Un buen día, don Raúl entra al bar con una risa que ninguno de nosotros había visto en esos años. Desde la mesa en la que siempre se sentaba para leer el diario, sin levantar la vista dijo: “Muchachos, pidan lo que quieran que corre por mi cuenta”. Cumplimos con su deseo sin excesos, y efectivamente, se negó a cobrarnos la consumición. Al otro día el bar estaba con la persiana baja, y el cartelito de una inmobiliaria que decía: “Se alquila”. Más tarde, nos enteramos de que la fábrica en donde trabajaba don Raúl había vuelto a abrir sus puertas, y al hombre lo habían convocado para volver a ocupar su lugar frente al torno.
Ayer pasé por esa esquina, y no resistí la tentación de entrar a tomar un café. Pedí el café. El mozo, de mala gana, se acercó a la mesa con una gaseosa y la destapó sin mirarme. Le pregunté si creía en los maleficios. Respondió que no, secamente, como quien quiere evitar cualquier diálogo, y se alejó con cierto enfado para atender a una pareja que lo llamaba con insistencia desde otra mesa. Tomé la gaseosa sin quejarme.
Aferrados a esta crónica, los militantes de las causas aparentemente perdidas, sugerimos a los lectores que sepan disculpar a los mozos que confunden los pedidos. En homenaje a don Raúl, y a todos los que sueñan con estar en un sitio distinto al que les ha tocado.
Edición: 1685
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