Dioses griegos en Ensenada

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Por Carlos del Frade

(APE).- En Ensenada, viejo barrio obrero del Gran Buenos Aires y con memoria rebelde, ocurrió la revancha de los dioses griegos contra la osadía de las mujeres y los hombres.

Hace mucho tiempo, cuando no existían ni los correos electrónicos ni los celulares, las narraciones de los abuelos recorrían los mundos humanos porque hablaban de las porfiadas insistencias de los que son más: ¿cómo se puede ser feliz en sociedades manejadas por los que son menos? Algunos de esos cuentos sirvieron para justificar la suerte de los explotados y eternizar el rol de los explotadores. Pero otras imágenes gambetearon las censuras y llegaron plenas de desafíos al presente. Cruzaron océanos y mares del tiempo y conformaron mitologías que de vez en cuando surgen con la elocuencia de la muerte en geografías lejanas.

Por eso es posible pensar que en Ensenada, en el Gran Buenos Aires, se repitió una conocida venganza de las deidades griegas.

La rebeldía humana, la existencia de las mujeres y los hombres, fue posible gracias a la osadía de Prometeo que decidió robarse el fuego de los dioses para insuflarle el alma a los seres de arcilla que no lo tenían. Comenzaron a enamorarse e insistir en la idea de ser felices a pesar de las siempre acomodadas y protegidas minorías de privilegio.

De tal manera se puede balbucear que aquel fuego robado a los dioses revela lo humano, la rebeldía.

Pero las permanentes noticias que señalan cómo el fuego roba lo humano, parecieran revelar lo inhumano, la resignación. Y si aquel gesto de Prometeo revelaba, hacía ver, iluminaba; la repetición de lo humano devastado por el fuego, oculta, oscurece y las cuestiones sociales desaparecen ante lo supuestamente trágico.

Porque si hay tragedia, no hay causas. Si la muerte asoma descontrolada, como si fuera un castigo supraterrenal, no hay responsables, no hay injusticia, no hay pobreza multiplicada para que la riqueza se multiplique en pocas manos. Solamente hay tragedia.

Fue en Ensenada, entonces, que el fuego volvió a tragarse lo humano, donde demostró la inversión de aquel mito fundante de lo humano y entonces quedó la resignación ante la tragedia.

Ella, Blanca Pejenaute, tenía treinta y ocho años y dormía junto a su hijita de tres años. Vivían en una casilla de madera, de esas que apenas asoman su estructura en los censos que señalan necesidades básicas insatisfechas, viviendas tipo C. Datos que nadie toma en cuenta y que, entonces, desidia acumulada mediante, hacen las veces de hogares cuando no lo son. Donde más temprano que tarde aparecerán los desastres derivados de la pobreza acumulada en forma paralela a la desidia oficial acumulada.

Las crónicas consignan que murieron por asfixia producida por la inhalación de monóxido de carbono. Que las causas del fuego todavía no se precisaron pero que podían girar en torno a un cortocircuito o el incendio accidental de una prenda de vestir. Cuando el fuego roba lo humano, el amor entre madre e hija, una familia despedazada, es una huella de la venganza de los dioses.

Dioses que, en realidad, son cercanos y atienden en ministerios que no funcionan y que suelen mirar para otro lado cuando miles de casillas, todos los días, todas las noches, simulan ser hogares en donde sobreviven en pésimas condiciones estructurales otros tantos miles de seres humanos sujetos a ser devorados por las llamas producidas por la pobreza planificada.

Fuente de datos: Diario El Día - La Plata 11-08-06

 

 

 

 

 


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