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Por Claudia Rafael
(APe).- Diez largos años. Ese es el tiempo de la justicia para los olvidados de la tierra. Una década después, cuando ya la memoria es patrimonio casi exclusivo de quienes los quisieron se fijó la fecha para que, dentro de un año, los culpables de la masacre de Quilmes respondan por tanta muerte. El 10 de agosto de 2015 los policías Juan Pedro Soria (comisario), Basilio Vujovich (subcomisario), Pedreira, Juan Guzmán, Hugo Daniel D´Elia, Franco Gongora, y Gustavo Altamirano se sentarán en el banquillo de los acusados. Diego, Elías, Miguel y Manuel serían hombres adultos para entonces. No los dejaron. Con esa sistematicidad que suele sostener la violencia institucional, les arrebataron los días y les quemaron la vida en apenas un instante feroz.
Diego Maldonado tenía 16, como Elías Jiménez. Miguel Aranda y Manuel Figueroa habían nacido un año antes. Eran siete chicos en el calabozo uno. Otros diez, en el dos. Uno de los adolescentes pedía a los gritos ir al baño. Reclamo vano, como suele ser el de los despojados. Cuentan que rompió el candado y que se desencadenó la violencia policial. Golpes. Palos. Gritos. Baldazos de agua. Desnudez. Más gritos. Puñetazos. Perversidad. Más gritos. Una chispa. Fuego. Colchones en llamas.
“Los policías los empujaban encima de los quemados para que cayeran arriba”; un policía apodado Spray, “se subió sobre su espalda y le caminaba encima (...) caminaron sobre dos o tres de los pibes que estaban quemados (...) los pibes les gritaban que los llevaran al hospital”; “a todos los que estaban quemados les pegaban con las gomas y les preguntaban quién había prendido el fuego”; “le pidieron al policía si se podían mojar, que en el piso había agua. Entonces se arrodillaban y se mojaban el pecho contra el piso”; a algunos les “caía la piel a pedazos” a golpes de palo, cuentan los expedientes.
Ya después no fueron diecisiete sino trece. La policía se interpuso en ese camino sinuoso y oscuro que suele devorar a fuerza de paco y destrucción a los pibes de los arrabales. El Estado policial les otorgó la pena de muerte aquella noche de octubre de 2004 como parte de ese proceso de suplicio/castigo/disciplina de lo que Foucault llamó los medios del buen encauzamiento.
Fueron cuatro menos para el encierro. Cuatro pibes menos para el descarte. Cuatro adultos menos para un futuro selectivo que los lanza al mar, como a polizones del sistema. Intrusos de un territorio para pocos. Postergados por la justicia que los visibiliza diez años después. Diez años perdidos para la vida. Con cuatro chicos muertos. Sin culpables diez años después.
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