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Por Claudia Rafael
(APe).- Hay finales anunciados. Historias que por sí solas desgajan una fotografía impecable del futuro y parecerían esbozadas por los chamanes del continente que deambulan marcando -con solo mirar- qué sino tocará a cada mortal. Como si hubiera una Moira repartidora de fatalidades, ciertos destinos aparecen como controlados desde el nacimiento hasta la muerte e, inclusive, mucho más allá aún. Esa categoría parece adquirir por un instante apenas el documento de Silvia de los Santos y Verónica Heredia, las abogadas de Amicus (Clínica Jurídica y Social Patagónica) que patrocinan a doña María Leontina Millacura Llaipén desde la desaparición de su hijo, siete años y medio atrás.
Cuando hablan del muchacho y su grupo de amigos, las abogadas advierten que “ellos pertenecen a un grupo vulnerable, al que no se les garantiza el libre y pleno ejercicio de los derechos. Es el grupo de niños, niñas y adolescentes de sectores populares y/o empobrecidos de la sociedad que deambulan en la calle. Estos niños, niñas y adolescentes se convierten en adultos, despojados ya de todo derecho, incluso de su dignidad. Por esta situación es que, en el marco de la violencia policial, ingresan al sistema penal como única respuesta del Estado a su situación de vulnerabilidad, la que, en este marco, se agrava”.
Esa definición -de perfecto manual de estos tiempos- insinua cuál será la triste sombra que acompañará los pasos de esos jóvenes. Que fueron paulatinamente engullidos por una oscuridad desde la que no asoman respuestas. Sólo la perversidad más honda de un sistema desigual pueden darlas. De otro modo, cómo se logra comprender no sólo la desaparición de Iván Eladio Torres el 2 de octubre de 2003 en manos de la policía de Chubut sino además la muerte violenta de seis testigos de la causa.
El sexto fue su amigo y cuñado, Juan Pablo Caba, que murió apenas una semana atrás en el Hospital Regional de Comodoro Rivadavia, tras una agonía de dos semanas después de que lo balearan en “confuso episodio”, eufemística y típica definición de los policías a la prensa patagónica.
Antes, David Hayes había sido asesinado en la alcaidía en la que estaba detenido y también Walter Mansilla, Dante Caamaño, Gastón Vera, Luis Alberto Gajardo. Varios de ellos testigos protegidos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Iván era chileno, como su mamá, como sus hermanos Marcos y Valeria. Ninguno de ellos y de sus amigos había sabido deletrear el rosario de derechos que las convenciones y leyes dicen asegurar a los chicos. Ninguno sabía de largas horas en el pupitre de un aula ni tampoco de techos dignos. Ninguno podía contar historias cotidianas de sus padres asalariados y menos aún, del derecho eterno de los niños a la felicidad, convidada ausente a la mesa de sus días.
Iván era chileno y seguramente llegó a esa ciudad pesquera en la que el petróleo y las riquezas fluyen de lo que da la tierra en busca de un puñado luminoso de azules en la piel y en el futuro. La historia misma de Comodoro, la capital nacional del oro negro que quedó asociada para siempre a la vida de una Argentina en la que todavía YPF y Gas del Estado eran sinónimos de soberanía y patrimonio fue conociendo -como lo haría Iván- de despojos y desmadres.
Iván había nacido a la vida en el mismo año en que los Videla y los Massera se sentaban en el sillón de los poderosos de la patria. Mientras él pujaba por salir del útero hecho nido del cuerpo de María Leontina, tantos en esta tierra que no era todavía la suya, eran devorados por los despojadores para ser colocados eternamente en las tinieblas de la desaparición forzada. Como harían otros con él mismo 26 años más tarde.
A él, Iván Eladio, que vivía en una casita de pobrezas viejas y que trabajaba a veces como ceramista; otras como durlero, como techista o como albañil. A él que amaba andar por las calles y las plazas, que sabía una y mil veces lo que era ser prepoteado por los hombres de uniforme que le gritaban “documentos” y cacheaban contra una pared cualquiera. A él que tenía entradas de sobra en la comisaría por “averiguación de antecedentes y medios lícitos de vida” o que sabía qué significaba un simulacro de fusilamiento. A él que -cuentan y se lee en los expedientes- se hermanaba “con sus pares, niños, niñas y jóvenes que deambulaban en la calle”
Pero las lecciones fueron definitivas para Iván aquel 2 de octubre. Ese día -mientras esperaba a un par de amigos que ayudaban a desarmar un castillo inflable- fue levantado por el móvil 469 de la plaza del centro, fue llevado a la comisaría primera y ya se perdió para siempre todo rastro suyo.
Sólo las voces de otros detenidos describieron -como otros presos lo hicieron con los últimos instantes de Luciano Arruga en una comisaría de Lomas del Mirador- qué ocurrió con Iván. Cómo lo golpeaban, dónde exactamente cayó desmayado, de qué manera varios policías lo “sacaron a la rastra” hasta una escalera que da a la unidad regional y cómo otro policía limpiaba la sangre del calabozo.
Tal vez en él, en ellos, pensaba Gelman cuando escribió que los sin nada se envuelven con un pájaro humilde que no tiene método.
Siete jóvenes ya no caminan por las calles de Comodoro Rivadavia. Ya no respiran ese aire del golfo que llena los pulmones hasta estallar de vida. Ya no desarman castillos inflables ni sienten el sabor imborrable de un helado de fresas en un enero tórrido. Sus vidas ya no son. Y sus días irremediablemente ya no forman parte de las hojas de ningún calendario.
Edición: 1980
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