Desigualdad sistémica, endémica, pandémica

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Por Claudia Rafael

(APe).- “La diferencia es un número chico”, prologan los ejecutivos de las consultoras económicas. Hablan, ya sin demasiados eufemismos, de la obscena asimetría entre la vida y la muerte. Aunque refieran –como una nimiedad- a los más de 3000 millones de dólares a lo largo de nueve años que Argentina debería pagar a los acreedores externos para firmar un acuerdo. Operaciones contables con las que se confronta sufrimiento y deber. Y en donde los casilleros para el sufrimiento estén multitudinariamente poblados.

Legitimar el deber ser con la sangre escrita con letras de hambre y oprobio aleja a la condición humana de la vida en dignidad. “Con un simple retoque en el valor de las jubilaciones se logra”, recitan desde la cruenta oda a la esclavitud. Y la escriben en sus sábanas mediáticas los mismos dueños de la pelota y de la cancha.

Los simples retoques han sido los condimentos centrales en la escritura de las vastas enciclopedias que rezuman ajustes con rostro humano. Simples retoques que tienen –con una consuetudinaria terquedad- siempre los mismos destinatarios. Las niñeces, por caso, reciben, con una preferencia inusitada, los mazazos del descarte programado de cada tiempo. Un informe de Unicef arroja que: “Los índices de pobreza afectan más a niñas, niños y adolescentes residentes en hogares donde la persona adulta de referencia está desocupada (94,4 por ciento), con un trabajo informal (83,9 por ciento), con bajo clima educativo (92,9 por ciento), son migrantes internacionales (70,8 por ciento) o con jefatura femenina (67,5 por ciento). La ubicación de la vivienda es una de las características que más incide en la desigualdad. Si la vivienda está localizada en una villa o en barrios populares, la incidencia de la pobreza en 2020 alcanzará a 9 de cada 10 niños”.

Lejos, en las antípodas, la revista Forbes publica por estas horas los 50 nombres argentinos que pueblan las mayores riquezas.

Por caso: Alejando Pedro Bulgheroni y familia, dueños de Pan American Energy Group con un patrimonio de 5.400 millones de dólares; Marcos Galperín, Mercado Libre, 4.200 millones; Paolo Rocca y familia, Grupo Techint, 3.400 millones de dólares y ventas anuales por 23.500 millones de dólares (el mismo Rocca al que el presidente destinó aquel “Hermano, esta vez colaborá” que no pasó de la categoría de chiste fácil). Y luego un largo listado con apellidos ilustres como los de Pérez Companc, Roemmers, De Narvaez, Eurnekian, Macri, Coto, Pierri, Blaquier, entre tantos otros.

Ya nadie, a casi cuatro meses y medio de pandemia, recuerda aquella vaguísima propuesta de aplicar (¡por única vez! y sepan disculpar señores la molestia) el “impuesto a la riqueza”. Apenas un rictus pasajero. Un atisbo de coraje de segundos vacíos de duración. Una frase para el público aplaudidor siempre pronto.
No mucho más. Tal vez simplemente por aquello de que la equidad y un mundo nuevo no devienen de papeles y manos alzadas. Se construyen con miradas, en el codo a codo, en el abrazo sereno. A partir del gesto simple de saber que a todos nos crecieron las manos y los ojos para trabajar y desear lo que existe.

Es así como la utopía que se doraba como un pan, como bellamente escribió Andrés Rivera, fue desvistiéndose hasta transformarse en un mendrugo seco.

Hace ya 62 años Primo Levi desgranó que henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue.

Con una mansa aceptación que opaca las rabias y desactiva, desde el botón correcto de la virtualidad, el grito colectivo.

Edición: 4048


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