De maestros y rechazados

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Por Oscar Taffetani

(APE).- El impresionismo, una revolución que cambió la manera de mirar, pero también el papel de la pintura en la aprehensión, traducción y/o transformación de lo real, nació en el Salón de los Rechazados de una exposición de París, en 1874.

En aquel tiempo los museos y salones oficiales sólo aceptaban el arte conocido. Una especie de pensamiento único regía la estética, en consonancia con el orden establecido. Por eso, a Manet lo rechazaban. Y a Pissarro y a Monet y a Sisley. A Degas y a Renoir. Y después, a Gauguin y a Van Gogh.

En determinado momento, lo mejor del arte pictórico francés no estaba en el Louvre ni en los salones oficiales, sino en el Salón de los Rechazados.

Pasaron los años y hoy la victoria de los maestros impresionistas la vemos no sólo en la incorporación de las telas cuestionadas al patrimonio de los grandes museos, sino, principalmente, en la transformación operada sobre la mirada artística y sobre el concepto de belleza.

Moraleja: los rechazados de hoy pueden ser los imprescindibles de mañana.

Milani, Barba y sus alumnos

Ya hemos contado alguna vez la historia del cura Lorenzo Milani (1923-1967), miembro de una familia de intelectuales florentinos que decidió practicar la opción por los pobres en el terreno educativo, sentando los cimientos físicos y espirituales de la llamada Escuela de Barbiana.

La escuela del cura Milani se creó con los rechazados de las escuelas públicas italianas, con los alumnos repitentes, con los excluidos, en un pueblito perdido de la Toscana.

Milani había descubierto que el sistema educativo de su país, lejos de situarse en la realidad de un campesinado que estaba preso tanto en el campo como en las ciudades, y que no dominaba los códigos necesarios para la supervivencia, lo expulsaba de la escuela, le tomaba examen, lo aplazaba y lo echaba otra vez al campo. O a la calle.

La escuela de Barbiana funcionó y Don Milani -así lo llamaron- se dio el gusto de escribir, en colaboración con sus mismos alumnos y discípulos, el libro Cartas a una profesora, documento que aún hoy acicatea y marca el rumbo a los docentes con vocación.

Algo parecido ocurrió con Eugenio Barba (Brindisi, 1936) y con su señero Odin Teatret, fundado en Dinamarca con los rechazados de los teatros y escuelas dramáticas oficiales. Fue con exiliados, con homeless, con artistas circenses y de la calle, como Barba -discípulo de Jerzy Grotowski- creó un teatro modelo, que pasó sus primeros diez años sin ser público, y que finalmente salió a la calle y desplegó todo su poder de seducción y su mensaje.

Hoy, septuagenario, Barba ha tenido la satisfacción de ver que muchos de sus rechazados son docentes en escuelas y comunidades teatrales del planeta.

Florencio y Elvirita, un ejemplo cercano

La maestra mendocina Elvira Ponce Aguirre, alumna de Miss Moore y de Miss Koller -dos de las maestras norteamericanas traídas por Sarmiento- fue el gran amor del dibujante y pintor argentino Florencio Molina Campos.

Ambos descendían de familias patricias argentinas. Elvirita, de los López Osorno; Florencio, de Luis María, de Gaspar, de Manuel y de otros "Campos" que hoy habitan el santuario nacional.

Pero un día Arturo Álvarez Insúa -fundador del partido de Moreno- los encontró a esos Campos que -verbigracia- no tenían campos, viviendo en una carpa junto al río Reconquista, y decidió darles un par de lotes en Cascallares, "a pagar como puedan".

Florencio y Elvirita, entonces, levantaron en Cascallares, con troncos de palmera, durmientes y adobe, su primera casa.

Ella no podía tener hijos y eso la mortificaba, pero él la consoló y la persuadió de que sus auténticos hijos eran todos los chicos de Moreno que estaban esperando una maestra, y una escuela.

Dos albañiles, padres de futuros alumnos, los ayudaron a levantar paredes. El intendente Vera donó bancos y escritorios, y sus hermanas bordaron la bandera. Elvirita y otras vecinas hicieron los guardapolvos. La empresa Alpargatas donó las zapatillas.

Cruzar el río era un problema para los chicos que vivían en Merlo. Entonces, Florencio Molina Campos construyó una canoa e inició la alegre rutina de pasar a los niños de una a otra orilla, remando.

Ya estaba vigente la ley 1420. Ya habían muerto Miss Moore y Miss Koller. Pero los chicos a la vera del río Reconquista, en aquellos terrenos que a duras penas comenzaban a urbanizarse, no tenían escuela. Por eso, sin esperar un subsidio ni pedir nada a cambio, ellos comenzaron a hacer lo que hacía falta.

No eran héroes. No eran seres sobrenaturales. Florencio y Elvirita, lo mismo que aquellos impresionistas franceses de 1874, orgullosos de ser rechazados, lo mismo que el cura Don Milani o que Eugenio Barba, eran maestros.


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