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Por Carlos Del Frade
(APe).- -Le dijo a mi hija, su sobrina, que este año no iba a tener plata ni para comprar una torta – Frida Sánchez lo relató a la periodista Paola Cándido, cuñada de Daniel Héctor Fernández, el obrero metalúrgico que no llegó a cumplir 62 años porque se suicidó. La mayoría de los desocupados sienten que desaparecen, adentro y afuera de la casa. Desaparecidos sociales que hay que buscar, al mismo tiempo que hay que denunciar a los desocupadores con nombre y apellidos para que no gocen de una perversa impunidad.
El hombre formaba parte del plantel de 170 trabajadores de la fábrica de llantas Mefro Wheels, histórica empresa de la ciudad de Rosario que cerró definitivamente y los dejó en el agujero negro de la desocupación. Las importaciones del gobierno nacional, los manejos empresariales y alguna otra razón, produjeron esa fenomenal agresión a la llamada “paz social” que no se arregla ni con una indemnización ni tampoco con un retiro más involuntario que voluntario.
Cuenta la muy buena nota que “Daniel fue uno de los trabajadores más calificados en la única fábrica de llantas que existía en el país. En los últimos años se desempeñó en el área de control de calidad. Vivía en zona sur, en avenida del Rosario al 600 bis, en la parte trasera de la casa de su hermano José y su cuñada Frida. “Era una excelente persona, trabajador. Vivía por sus sobrinos y sus sobrinos nietos. En un principio estaba con sus compañeros en la lucha por la reapertura de la fábrica. Pero hace casi un año entró en un estado depresivo que no pudo salir. Siempre nos decía que no quería ser una carga para nosotros”, detalló la cuñada”, informa el texto.
En los últimos días ya no comía. Cuentan que cobraba el sueldo y les hacía pollo a la parrilla a sus sobrinos. Pero eso era antes, cuando tenía trabajo. Hasta le bajaron el subsidio de desempleo, de 8 mil pesos a 3 mil.
El lunes 16 de abril de 2018, Daniel decidió terminar en una quebrada del arroyo Saladillo, entre Rosario y Villa Gobernador Gálvez.
La Unión Obrera Metalúrgica de la ex ciudad obrera, portuaria y ferroviaria informó el caso.
Entre desocupados y subocupados, la geografía rosarina tiene 108 mil personas que no saben bien qué significa la palabra futuro.
Hace muchos años, en la Nochebuena de 1977, un telegrama de despido le llegó al padre de este cronista. El entonces Banco Monserrat lo echaba como un perro. En esa Navidad, en una mesa redonda de madera que todavía subsiste, el empleado bancario lloró a mares.
Desde entonces empezó a morir de a poco. Se le apagó la mirada, el televisor se encendió los días domingos porque nadie hablaba y fue difícil verlo reír con ganas.
Sucede que aquel que deja de hacer lo que hace todos los días, deja de ser.
El desocupado no produce explosiones sociales.
Al revés. Implosiona. Por dentro de la familia y en un contexto machista, dejar de ser el soporte económico del hogar lo desintegra en su autoestima.
Por eso fueron tan valiosas las experiencias de los movimientos piqueteros. Asambleas de desocupados que le devolvían la dignidad al trabajador que ya no se sentía útil para casi nada.
Durante los años noventa, en decenas de ciudades y pueblos, este periodista vio la mirada de su padre y reconoció aquella degradación de cientos y cientos de personas.
La mayoría de los desocupados sienten que desaparecen, adentro y afuera de la casa. Desaparecidos sociales que hay que buscar, al mismo tiempo que hay que denunciar a los desocupadores con nombre y apellidos para que no gocen de una perversa impunidad.
En tiempos de cinismo y profundo individualismo, la historia de Daniel merece contarse porque cuestiona de raíz un sistema que basa su enjundia en el desprecio por los que producen la riqueza: los trabajadores.
El suicidio de un trabajador es un cimbronazo emocional, un estridente llamado de atención para los que buscan convertir a esta cápsula espacial, de una buena vez, en un lugar digno de vivir, donde lo humano esté por encima de los intereses de muy pocos.
Imágenes: Ricardo Carpani
Edición: 3598
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