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Yolanda y la muerte de sus dos niños
Por Claudia Rafael
(APe).- A días de que se cumplan cuatro años de la muerte de sus dos niños -Thiago, de 4, y Melani, de 6- el juez salteño Aldo Primucci aceptó sobreseer a Yolanda Vargas. Demoró todo ese tiempo la justicia en retirar la espada de Damocles que pendía sobre ella con la perspectiva de atravesar de 6 a 20 años de prisión en una mirada notoriamente clasista que no hizo más que responsabilizar a una mujer por su delito de pura pobreza. Cuatro larguísimos años en los que el tribunal no hizo más que dirigir sus ojos a esa joven mujer para machacarle hasta el hartazgo que era la culpable primera de vivir en una diminuta casita prefabricada con madera del desmonte salteño sin tratamiento alguno, con techo de telgopor y lona, hacinados, con pozo ciego y sin cloacas ni luminaria en las calles, sin servicio de recolección de residuos, a merced de las lluvias que el desmonte transformaba en violentas inundaciones, como las que habían castigado a Colonia Santa Rosa tan solo unos días antes. Cuatro larguísimos años en los que no tuvo siquiera el coraje de decirle por una vez en su vida -de menos de 30 años- que el estado le pedía disculpas por tanta marginación y tanto castigo. Cuatro larguísimos años en los que las noches eran dolor y angustia y los días ponerse en pie una, dos, diez veces porque la vida seguía y el duelo no era duelo porque la justicia –como escribía Galeano- es una serpiente que sólo muerde a los descalzos.
Aquel mediodía del 9 de febrero de 2021, llovía cuando Yolanda salió a comprar alimentos al almacén y sus hijos quedaron esperando en la habitación. El fuego tomó velocidad en su casa. Luciano Camaño, el abogado de la mujer, dijo a APe que “de Norte a Sur, desde donde estaban los niños. El medidor estaba prendido fuego y estallaron en masa los cables eléctricos desde el medidor a la habitación de los chicos, en donde había una zapatilla con un televisor conectado, un terrible hacinamiento, con la cama de Yolanda y la de los chicos y el techo de telgopor”.
Y, a contramano de lo que argumentaban con falacias algunos escritos, Camaño aseguró que “la conexión eléctrica estaba habilitada por Edesa (la prestadora de energía) con un medidor individual. Dentro del Norte salteño, hay una cuestión clasista por la que te pueden otorgar el servicio aunque la vivienda no tenga condiciones dignas mínimas. Al estallar el medidor, claramente hay una cuestión externa, sin embargo, la fiscalía no investigó la responsabilidad de la distribuidora y transportadora de la energía. Cuando en esta zona es tristemente normal que se prendan fuego los medidores y muchas veces, también las casas. El caso de Yolanda se replicó en diez casos más, que si bien no llegaron a la muerte, se producen por una sobrecarga de tensión de hasta el 40 por ciento, sin inversiones y convenía poner todas las responsabilidades en Yolanda para no mirar a la empresa”.
A esa casa, Yolanda llegó con sus niños cuando no pudo seguir afrontando el costo del alquiler durante la pandemia. En Las Palmeras, una barriada de los márgenes de Colonia Santa Rosa nacida como asentamiento años antes, con casas precarias de madera, otras de plástico (aunque la temperatura media ronde los 42º) y unas poquísimas de material. La justicia demoró apenas unas cinco horas en detenerla durante 24 días y acusarla de “abandono de persona seguido de muerte agravado por el vínculo”. Esa misma justicia que demoró cuatro años hasta decidir sobreseerla, en aquel momento tuvo una celeridad inusitada. “No me permitieron entrar en el velorio. Insistí toda la tarde para que me lleven, por lo menos, al lugar donde los iban a poner a mis hijos. Me sacaron con chaleco antibalas, esposada, con seis u ocho guardiacárceles y encima empastillada. Me dieron calmantes”, dijo al diario salteño El Tribuno.
Cuatro años después de la muerte trágica de sus niños, la Justicia reconoció a Yolanda Vargas como “madre-víctima” y –escribió el juez Primucci- “cualquier culpabilidad o penalidad que se le pretenda endilgar a la acusada, resulta una nimiedad, en relación a la pena perpetua impuesta por la naturaleza, la que se puede caracterizar, como el daño o sufrimiento que recae sobre el autor de un delito, producto de la comisión (…) La ultra pretensión estatal de persecución deviene irracional e inhumana, toda vez que no sería útil ni necesaria la aplicación de una pena a quien ya ha sufrido tan grave daño por el hecho”.
Resulta revelador, sin embargo, que sean necesarios cuatro años para aceptar sobreseerla. Y que, en ningún momento, la perspectiva de jueces, fiscales, asesores y todo el entramado del poder judicial haya estado preparada para mirar a los ojos a Yolanda y decirle “le pedimos disculpas, señora, por tanto dolor que le hemos generado”.
Y que en ningún momento esa misma estructura tribunalicia haya asumido el coraje –en una figura utópica- de llevar al banquillo de los acusados al poder político capaz de permitir tanta marginalidad y al poder económico como responsable primario de tanta inequidad.
Hasta producir una próxima Yolanda.
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