La niñez juega marchando

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Por Alfredo Grande
   (APe).- Dicen que dicen que la psicoanalista Francoise Doltó acuñó un concepto que merece ser rescatado: “los adultos deberían hacer las cosas con la misma seriedad con que los niños juegan”. Cuando algo se asoma a lo verdadero, que no es lo mismo que la verdad, invita a continuar asomados. Como si fuera un balcón en el cual podemos quedarnos mucho tiempo viendo qué y quiénes pasan. Balconear un concepto propicia diversidad de sentidos, más allá del sentido originario. Cuando un niño, una niña juega, lo hace sin ninguna solemnidad, pero con profunda seriedad.

Curiosamente o no tanto, es la médula de un aforismo implicado. La solemnidad es inversamente proporcional a la seriedad. Ayer de una querida amiga escuché una vez más que: “nunca sé cuando hablas en serio y cuando hablás en broma”. Hace décadas respondí al interrogante de la siguiente manera: “¿y cuál es la diferencia?”. Para la cultura represora la seriedad tiene el único formato de la solemnidad. Incluso se toma lo solemne como serio.

Como en todo laberinto, se sale de dos maneras: por arriba o matando al Minotauro. Como la clase política ha renunciado a emular a Teseo , sigue comprando escaleras para llegar al infierno. Cualquier semejanza con el pago de la estafa externa no es pura coincidencia. Matar al Minotauro es disolver toda solemnidad para que lo serio tenga un formato que sea no sólo tolerable, sino incluso agradable. Y eso es el juego.

Desde ya, la cultura represora captura el juego y lo convierte en “ludopatía”. Y siguiendo su karma fundante, la condena y en simultáneo la promueve. Desde el póker digitalizado hasta la canasta de criptomonedas. Las computadoras mineras llevan a un nivel de digitalización absoluta el mercado financiero. La Bolsa de Valores, el Casino más grande del mundo, es una producción permanente de ludópatas de enorme poder. Para decirlo de otra manera: los adultos ya no juegan porque en sus juegos no hay diversión sino diversas formas de alienación lucrativa.

Decir que para la niñez el acampe, la marcha federal, es un juego, es poner en la superficie que la protesta y el combate son momentos de alegría colectiva. Que no implica que el sufrimiento, el dolor, la desesperación, la amargura, la tristeza, sean disipadas. Pero al menos para mí, implica que sólo el gozo, que no solamente es diferente al goce, sino que es lo opuesto, es poder enfrentar, interpelar, intentar destruir al Minotauro.

Marchar es desalambrar, es derribar, es atravesar todos los condicionamientos y limitaciones que la cultura represora consagró para “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. La alegría es creatividad, la alegría es subversión, la alegría es una función que se renueva siempre.

“Si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolución” es en palabras de Emma Goldman, feminista anarquista. Por eso la niñez juega marchando, pero no juega desfilando. Los desfiles son las marchas de la cultura represora. Las marchas contra la cultura represora tienen alma de murga.

En una película que me permito recomendar, “El violín de mi padre”, una niña enseña cómo el baile y la música no solamente permiten enfrentar el dolor, sino que propician crear la alegría. Mientras haya niñez que juegue marchando, los minotauros y los Herodes serán destruidos.

Y la solemnidad que le hace el juego a palabras de nula seriedad, al modo de “préstamos de facilidades extendidas”, se disolverá por el torrente de la alegre seriedad de la niñez que juega marchando.

Edición: 4112


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