Crónica del bosque perdido

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Por Oscar Taffetani

(APE).- "Gente fuerte, robusta, fornida, sobrios al extremo cuando es necesario, trabajadores incansables, y jinetes de primer orden, que tanto les da montar un potro o domar una mula como andar días enteros a pie y mostrando la misma sangre fría y destreza, cuando solos enlazan un toro bravo entre la maraña intrincada de un cebilar (...) Felizmente esta raza viril no desaparece, es un producto de este suelo privilegiado en el que la naturaleza se ha entretenido en prodigar riquezas, en medio del lujo más estupendo de cerros y montañas..."

 

Así describe el folklorólogo Juan Bautista Ambrosetti (1865-1917) al paisano de los montes salteños, a ese paisano que apenas unas décadas antes había enfrentado -y derrotado- a la ordenada milicia española.

Nos acordamos de Ambrosetti, del Dr. Bialet-Massé (que los describió en su Informe de 1904) o del Lugones de La guerra gaucha, cada vez que una crónica busca convencernos de que los salteños de Tartagal son sólo un grupo de viejos, de mujeres y de niños desplazados por las lluvias y el agua, capaces de enfrentar a los gendarmes cuando les retacean una caja de alimentos.

"Desde enero se entregaron 10 mil módulos alimentarios, sin que haya existido un solo incidente", dijo un funcionario.

"Las márgenes del río Tartagal son un lugar no habitable", dijo otro funcionario.

"El desastre de Río Seco no se podía prever", dijo el gobernador Romero. "Son fenómenos que suceden cada 20 años. Uno nunca sabe cuándo le van a tocar. La última lluvia grande había sido en el ’84, y después la gente vivió tranquila. Y hasta en Praga (sic) estuvieron con tres metros de agua en la zona histórica, el año pasado”.

Los funcionarios buscan defenderse de cualquier posible "ataque" de la prensa. En su cosmogonía, casi todo lo malo que ocurre en el mundo actual es responsabilidad de la prensa. Ellos hacen citas. Enarbolan estadísticas. Hablan del master plan de Tel-Aviv o de la inundación del casco histórico de Praga.

Mientras tanto, a la vera del Tartagal, del Bermejo, del Pilcomayo -más crecidos, menos crecidos, secos- están los indios de siempre, ninguneados como siempre, hambreados como siempre.

Y sin embargo, no es así. O por lo menos, no siempre fue así. En una época -nos cuenta Ambrosetti- los gauchos salteños eran capaces de enlazar "un toro bravo entre la maraña de un cebilar".

¿Sabrán los funcionarios lo que es un cebilar? ¿Sabrán lo que es un quebrachal o un algarrobal?

Si no lo saben, se lo decimos: es lo que les quitaron a los indios salteños. Se lo quitaron a los wichis, a los matacos y chorotes, a los ashluslay, los maccáes, los chulupí, los tobas; los chiriguanos-chané, los noctenes y mataguayos. Se lo quitaron a los gauchos salteños. Nos lo quitaron a nosotros. Y a nuestros hijos.

No hemos conocido esos montes ni esos bosques de Salta. Pero hay una noticia peor: ya nunca podremos conocerlos.

El festival de la soja

Se atribuye el último milagro económico argentino a una sencilla combinación de productos: la soja transgénica y el glifosato. La soja transgénica (cuya variedad RR ha sido patentada por una multinacional) es inmune al poderoso herbicida conocido como glifosato. El procedimiento utilizado, entonces, consiste en desmontar una hectárea de bosque originario, talando todos sus árboles y vendiendo su madera, para luego hacer siembra directa de soja, protegida con glifosato.

No importa si al matar el bosque se pierden especies arbóreas que ya no se pueden reemplazar. No importa si al matar el bosque perdemos ese paraguas y esa alfombra verde que evitan que la lluvia lave la tierra. No importa que los ríos reciban de pronto una masa de agua sin destino, que los hará desbordar sus cauces e inundar los terrenos.

No. Lo que importa es que la soja transgénica y el glifosato les regalarán, a los dueños de la tierra, una abundante cosecha de granos en un insospechado lugar: el monte salteño. Entonces, el sojero "se pondrá las botas". Y los bancos. Y la AFIP y la Aduana, los que también cobrarán su cuota.

Gracias a las retenciones y los impuestos tributados por los sojeros, el Estado puede comprar una buena cantidad de módulos alimentarios, para asistir a las víctimas de inundaciones provocadas por la industria de la soja.

"Hubo desmontes en la parte media y baja del río Tartagal -dice una vocera de la organización Greenpeace-; allí hay 3.166 hectáreas depredadas. Es decir que la superficie de bosque eliminada, directamente relacionada con el río en la cuenca baja, es tres veces mayor que la superficie de Tartagal."

"El verde oscuro del bosque vira a los tonos flúo", escribe un periodista enviado desde Buenos Aires. "Hasta donde el ojo puede ver, parece campo arrasado. En el corazón del monte salteño, todo es soja", apunta en su libreta.

Un pueblo invencible

El último día de 2005, el agua desbordada del Río Seco acabó con un puente que era vital para las comunicaciones de una importante región de Salta. Ingenieros militares construyeron entonces un puente de tipo Bayley que permitió pasar camiones con alimentos.

El 18 de marzo de este año, la correntada se llevó el puente Bayley, dejando nuevamente incomunicada la zona. La gente de Tartagal se quedó sin alimentos, sin medicamentos ni ayuda. Los fantasmas del dengue y el paludismo volvieron a amenazar a madres y chicos de Embarcación y de Salvador Mazza...

Salvador Mazza lleva el nombre de un médico que luchó contra la vinchuca y el Mal de Chagas, y que contribuyó a elaborar la vacuna contra la enfermedad. Es una triste paradoja que chicos de Salvador Mazza sufran o mueran, en el siglo XXI, a causa del mal de Chagas o de otras enfermedades curables.

También es paradójico que el Dique San Roque de Córdoba, construido por Bialet-Massé, se mantenga incólume 127 años después de su inauguración, a pesar de las crecidas del Río Primero, mientras que los puentes salteños sobre el Río Seco resultan destruidos periódicamente por la correntada.

Es que -permítasenos una metáfora- lo que vieron los Imbelloni, los Mazza, los Bialet-Massé y los Lugones, era cierto. Y por eso los diques que ellos construyeron, los informes que redactaron, las vacunas que elaboraron y los libros que escribieron, siguen en pie.

También siguen en pie esos salteños del monte, esos gauchos bravos que acompañaron a Belgrano y a Güemes en las patriadas. Los que protagonizaron la otra gesta del petróleo argentino, la del Noroeste. Los que fogonearon las puebladas de Tartagal y Mosconi, hace apenas una década, cuando una parte de la Argentina dormía.

Pasarán los funcionarios, lo sabemos. Pasarán con sus estadísticas y sus "módulos alimentarios". Pero ellos quedarán. Porque son la tierra y el río. Porque son el bosque y sus pájaros.

Son el que canta detrás de la copla, como escribió el poeta. Y son más que la crónica de estos aciagos días.


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